El sol de la mañana se colaba por las cortinas del apartamento en las afueras de Madrid, calentando suavemente la estancia que ya estaba decorada con globos pastel, banderines que decían “¡Feliz 1er Cumpleaños!” y una montaña de regalos envueltos en papeles brillantes con moñitos torcidos. Valeria se había levantado a las seis de la mañana —más emocionada que los propios festejados— y había convertido la sala en una especie de guardería boutique digna de Pinterest.
—¡Corre, Emily! ¡El payaso llega en diez minutos! —gritó Valeria, ajustando su diadema de unicornio mientras llenaba las bolsas de dulces para los invitados.
—¿Qué payaso? Yo no contraté ningún payaso… —Emily salió de la cocina con un babero lleno de papilla colgando del brazo.
—Yo sí. ¿Qué clase de cumpleaños tiene bebés sin payaso? Es España, mujer, hay estándares.
Emily soltó una carcajada mientras miraba a sus tres pequeños. Leo estaba mordiendo una pata de peluche, Alexander gateaba en dirección contraria al caos, y Ar