El aire olía a sal y a pinos. La brisa del mar se colaba entre las cortinas de lino blanco, acariciando el rostro de Emily mientras abría los ojos. Tardó unos segundos en recordar dónde estaba. No era Madrid. No era la oficina. No había ruido de teclados, ni biberones llorando, ni mensajes urgentes. Era… paz.
Y Albert.
Estaba en pie frente a la ventana, descalzo, en bermudas y una camisa suelta de lino, mirando el amanecer sobre la costa mallorquina. Su perfil recortado por el sol le pareció irreal. Casi cinematográfico. Casi perfecto.
—¿Desde cuándo madrugas? —preguntó Emily desde la cama, enroscada en las sábanas como un burrito humano.
Albert giró el rostro, sonrió con esa sonrisa lenta que sólo usaba con ella y caminó hasta sentarse en el borde de la cama.
—Desde que despertarme contigo al lado tiene más sentido que cualquier sueño.
—Tú y tu maldita habilidad para sonar como si te hubieras tragado una novela de Jane Austen —gruñó ella, dándole un suave empujón en el pecho.
—Lo mío