Emily tenía una regla muy clara: evitar involucrarse en cosas que requirieran tacones de más de diez centímetros o vestidos que le impidiera comer libremente. Pero esa noche, las reglas habían sido ignoradas. O mejor dicho, aplastadas cruelmente por una invitación dorada y una frase imposible de rechazar:
—Mi prometida está en París. Necesito que me acompañe al evento de gala de la Fundación Lais esta noche. Debemos ir en representación de la empresa. Puede tomarse el resto del día libre para hacer lo que sea que hacen ustedes las mujeres. —Albert no preguntó. Informó. Emily, quedó por primera vez desde que había comenzado el trabajo, sin palabras…solo alcanzó a decir: —¿Eh? Y ahí estaba. Dos días después, enfundada en un vestido negro elegante que Valeria había calificado como “esto hará que te consigas un novio y te propongan matrimonio o que Helena te mande a matar”. El escote era justo, el corte perfecto y el peinado recogido de manera profesional y un maquillaje sencillo y profesional que elevaba su belleza natural. Una Emily que no parecía Emily, sino una versión refinada sacada de una película donde la secretaria se convierte en el centro de atención. Albert la esperaba abajo, en un auto negro con chofer, como si la escena la hubiese dirigido un guionista romántico con demasiado presupuesto. Al verla salir, su expresión cambió. Por poco se le caen las babas pero lo disimulo, o eso creía él. —¿Esto es… aceptable? —preguntó ella, caminando con cuidado para no tropezar. —Más que aceptable —dijo él, de manera nerviosa mientras abría la puerta del auto para que subiera. Emily alzó una ceja. —¿Fue eso un cumplido en voz alta? ¿O se me taponó un oído? Albert no respondió. Solo sonrió de lado y subió detrás de ella. El evento se celebraba en el museo de arte contemporáneo. Escaleras de mármol, copas de champán flotando entre dedos enguantados, y un pianista que parecía tocado por los dioses del jazz. Emily se sentía como infiltrada en una novela de Jane Austen con presupuesto de Hollywood. —Tranquila. Solo tienes que sonreír, saludar, y evitar mencionar tu taza de “Jefa del Caos” —le susurró Albert al oído mientras caminaban hacia la entrada principal. —Demasiado tarde. Creo que la taza me sigue. —murmuró ella, apretando el brazo de Albert como si fuera un salvavidas. Pero lo peor no fue la prensa ni los flashes. Fue el murmullo generalizado que se esparció como pólvora en cuanto entraron: —¿Es ella la nueva prometida? —¿Y Helena? —Parece mucho más joven y dulce. —¡Mírala! Camina como si no supiera que está con el CEO más inalcanzable del país. Emily tragó saliva. —¿Escuchaste eso? —Ignóralo. —¿Cómo se ignora un rumor que lleva mi nombre y tu apellido imaginario? —Con postura recta y cara de “no me afecta”. Como haces tú cuando chocas con la fotocopiadora y finges que fue intencional. Albert le ofreció una copa. —Relájate. Es solo una gala. El chisme es el deporte oficial en este tipo de eventos. Emily lo miró de reojo. —Para ti es “solo una gala”. Para mí es “el evento donde pasé de ser la asistente sarcástica a la supuesta amante del CEO”. —Peor sería lo contrario —dijo él, bebiendo tranquilo. —¿El qué? —Que nadie lo notara. Emily se quedó en silencio un segundo, procesando esa respuesta que parecía inocente… pero no tanto. La velada continuó entre conversaciones con inversionistas, saludos forzados y anécdotas sobre innovaciones que Emily entendía a medias y comentaba con frases como “¡Oh, ese es el futuro!”. Pero lo realmente raro era él. Albert estaba… relajado. No era la estatua de mármol habitual. Sonreía. Escuchaba. Se inclinaba hacia ella cuando alguien hacía un chiste y se reía de sus comentarios improvisados. —¿Sabías que una vez confundí una muestra de aerosol ambiental con un perfume y lo rocié en mi muñeca en pleno laboratorio? —¿Y qué pasó? —Estuve con erupciones tres días, pero olía a lavanda mentolada. Muy… experimental. Albert rió. De verdad. De ese tipo de risa que no suena programada. Emily lo miró sin decir nada. —¿Qué? —preguntó él, notando la mirada. —Nada. Solo… es raro verte así. Como si tuvieras alma y todo. —Solo en eventos con barra libre —dijo él, levantando su copa. Pero como en toda buena historia, alguien tenía que arruinarlo. Y ese alguien tenía nombre: Helena. Desde su suite en París, Helena revisaba las redes sociales como cualquier socialité encaprichada por los “follows” y allí, en una historia subida por una influencer de moda, lo vio: Albert, con una mujer que no era ella. Y no solo una mujer. ¡Emily! Con ese vestido, con esa sonrisa, con su lugar. El teléfono voló contra la cama. —¿Pero qué demonios…? De inmediato marcó. Mientras tanto, en el evento… Albert y Emily estaban sentados en una terraza con vista al jardín del museo. La noche estaba fresca, y por primera vez, parecía que ambos habían bajado la guardia. —¿Por qué me pediste venir aneste evento? —preguntó Emily, con la copa en mano. Albert la miró unos segundos antes de responder. —Porque no quería fingir con alguien con quien no puedo ser yo. Emily se rió nerviosa. —Vaya… eso suena peligrosamente honesto. —Estoy aprendiendo. —¿A ser humano? —Algo así. Se quedaron en silencio. Las luces titilaban, el piano seguía sonando a lo lejos, y por un instante… pareció que todo el caos de la semana se hubiera disuelto en esa noche. Hasta que el celular de Albert vibró. Emily miró la pantalla. “Helena”. —Ups. Son las el hechizo se rompió y vuelves a ser calabaza. Albert no contestó. Solo puso el celular boca abajo. —¿No vas a…? —No ahora. —¿Y luego? Albert no respondió. Pero su mirada no se despegó de ella. Horas después, ya en su apartamento, Emily aún no había podido quitarse el vestido. Estaba sentada en el sofá con una copa de agua y su cerebro dando vueltas como carrusel. Albert la había acompañado. Todos los presentes la habían visto como “la nueva”. Y él… no lo negó. Su celular vibró era un mensaje de número desconocido: “Espero que hayas disfrutado tu noche. No te acostumbres.” Emily se quedó mirando la pantalla. No hacía falta el contacto, sabía quien era. Ese estilo de veneno elegante solo podía tener una autora. Helena. Suspiró y se recostó en el sofá. —Bueno, mundo, que comience el drama —murmuró. Y justo en ese momento, tocaron la puerta. Se levantó con el corazón acelerado, sin saber si sería Valeria con pizza, aunque esa noche estaba de guardia, será una entrega errónea, o peor… Abrió. Era Albert. —¿Puedo pasar? Emily lo miró sin moverse. —¿Vienes a decir que no puedes regresar a casa por que los corceles se convirtieron en ratones y la carroza en calabaza y vienes en busca del hada madrina? Albert la miró con seriedad. —No. Vengo a decir que no me importa lo que piensen los demás. Pero sí me importa lo que piensas tú. Emily tragó saliva. —¿Y qué se supone que debo pensar? Él la miró un segundo más. Luego dijo: —Déjame mostrarte.