Albert Brown no sabía qué le dolía más: el mes perdido o la traición disfrazada de cortesía que encontró al regresar.
El penthouse había sido invadido.
Había flores blancas en cada rincón, catálogos de vestidos de novia sobre la mesa, listas de invitados pegadas en la nevera y, como si fuera la burla final… un sobre dorado, cerrado con lacre, esperándolo sobre el piano.
La invitación a su propia boda.
La abrió lentamente, como si de alguna forma aún dudara de lo que ya temía. En la cartulina de textura gruesa, el texto en letras cursivas doradas no dejaba lugar a dudas:
“Helena McNeil y Albert Brown tienen el honor de invitarle a su boda, a celebrarse el día 22 de octubre en la residencia familiar Brown. Etiqueta: rigurosamente formal. Evento privado.”
Albert soltó una carcajada seca, incrédula, mientras dejaba caer la invitación al suelo.
—Maravilloso… —murmuró, con la mandíbula tensa—. ¿Y si también me compraron el esmoquin?
En la cocina encontró otra caja. La abrió. Allí estaba el