La noche cayó sobre El Muro con un peso físico, opresivo, como si el hormigón de la prisión estuviera sudando el miedo de sus habitantes.
En la celda 402, Valentina no dormía. Estaba sentada en el suelo, bajo el cono de luz anaranjada que se filtraba desde el pasillo, con el Cuaderno Negro abierto sobre sus rodillas. Sus dedos trazaban las líneas de la entrada crítica: el código de contingencia 32-15-44-09 y la fecha del pago al Coronel Leal.
A la mañana siguiente, la trampa de Nicolás se cerraría. Él tenía al juez, tenía el dinero y tenía la narrativa. Si Valentina entraba a esa sala de tribunal jugando bajo las reglas de Nicolás, saldría en un ataúd o encadenada de por vida.
—No puedo usar a la policía —susurró Valentina, cerrando el cuaderno—. La policía es lenta. Necesitan órdenes, sellos, burocracia. Para cuando arresten a Marcos, yo ya estaré sentenciada.
La Cobra, vigilando la reja, se giró.
—¿Entonces qué? ¿Te rindes?
—No. Necesito algo más rápido que la ley. Necesito el juici