El corazón de Valentina latía con una furia impotente, un tambor de guerra resonando contra sus costillas magulladas. La revelación de que Marcos conocía el escondite exacto había transformado el tablero de ajedrez en una pelea callejera.
Marcos, el cerebro financiero, el esposo de la directora, había visto lo que nadie más vio en las cámaras de seguridad: el salto de tres segundos, la pausa cerca del inodoro en la celda de aislamiento. Sabía que el Cuaderno Negro estaba bajo la losa suelta. Y mientras la policía de delitos financieros derribaba la puerta de su despacho administrativo, él había jugado su última carta: enviar a su perro de presa, el Capitán Soto, a recuperar la evidencia antes de que fuera incautada.
La celda de aislamiento estaba vacía. La policía estaba concentrada en las oficinas. El camino estaba despejado para Soto.
Valentina corrió hacia la lavandería, esquivando a dos reclusas que miraban nerviosas hacia las ventanas, donde las luces azules de las patrullas rebo