De vuelta en la oficina, la confrontación se había vuelto primigenia.
Valentina arañaba las manos de Carmenza, intentando aflojar el agarre en su garganta. Los puntos negros bailaban en su visión. El rostro de la directora estaba contorsionado por una mueca de odio puro.
—¡Dime dónde está! —gritaba Carmenza, escupiendo saliva—. ¡Dime o te mato aquí mismo!
Valentina sentía que sus pulmones ardían. No podía ganar por fuerza. Tenía que ganar por astucia. Con un último esfuerzo desesperado, reunió el poco aire que le quedaba y articuló una frase.
—¡No... está... aquí! —graznó—. ¡Lo tiene... ¡Marcos!
La fuerza de la mentira fue tal que Carmenza aflojó las manos por la sorpresa. Valentina tosió violentamente, aspirando el aire frío como si fuera agua.
—¿Qué? —preguntó Carmenza, retrocediendo un paso, confundida—. ¿De qué hablas?
—¡Marcos lo tiene! —dijo Valentina, con la voz ronca, frotándose el cuello amoratado—. Yo lo vi... Él vino... hace una semana... cuando tú estabas en la reunión del