En la Sala de Calderas, el ruido era ensordecedor, pero el silencio de La Reina logró imponerse sobre el rugido de las máquinas.
El aire olía a gasoil quemado y a óxido. Bajo la luz amarillenta de un tubo fluorescente que parpadeaba agónicamente, la mujer que una vez gobernó el patio con puño de hierro pasaba las páginas de un libro de contabilidad clandestino. Su nariz, rota y grotescamente hinchada bajo las vendas sucias, le dificultaba la respiración, produciendo un silbido agudo cada vez que exhalaba.
Su secuaz, una mujer menuda y nerviosa llamada "La Contadora", sostenía la linterna con manos temblorosas.
Valentina se mantuvo pegada a la pared de ladrillo caliente, abrazando sus propias costillas magulladas. El dolor del golpe contra la tubería era agudo, punzante, pero su mente estaba clara. Sabía que su vida pendía de un hilo muy fino: la codicia de su verdugo.
—El total de los ingresos brutos de la mercancía del mes pasado es... —leyó La Reina, con una voz baja, cavernosa. Sus