La Biblia de tapa dura pesaba en las manos de Valentina mucho más que sus páginas de papel cebolla y tinta sagrada. El hueco tallado en su interior, donde descansaba el revólver aceitado, no era un regalo de consuelo divino. Era la evidencia física de que los tentáculos de Nicolás Valente habían alcanzado y estrangulado la última línea de defensa de Fernando y el coronel Leal.
Si esa arma era descubierta en su posesión, la narrativa sería perfecta: el Coronel Leal, un militar corrupto, intentaba armar a una asesina para una fuga sangrienta. Leal iría a la cárcel, su testimonio quedaría desacreditado para siempre, y Valentina sería ejecutada por los guardias en un "intento de motín".
Estaba en el almacén de suministros de jardinería, el único punto ciego que quedaba tras la requisa del día anterior. El olor a fertilizante y tierra seca llenaba el aire viciado.
La Cobra cerró la puerta de metal con el pestillo y se giró, con los ojos muy abiertos por el pánico.
—Tienes que deshacerte de