El patio de El Muro dejó de ser una prisión para convertirse en un anfiteatro romano. El aire se detuvo. Cientos de reclusas formaron un círculo de silencio sepulcral, observando el duelo que decidiría el nuevo orden.
La Reina, con el rostro enmascarado por la sangre que brotaba de su nariz rota, empuñaba el cuchillo de cocina con la furia ciega de una monarca derrocada. Sus ojos azules, antes gélidos y arrogantes, ahora eran pozos de odio puro.
Valentina estaba de pie frente a ella. No tenía armas. Solo tenía el Cuaderno Negro ardiendo en su mente y una certeza absoluta: la libertad estaba al otro lado del miedo.
—¡Muere, perra! —chilló La Reina, lanzándose hacia adelante.
El cuchillo cortó el aire con un zumbido letal.
Valentina no retrocedió. La Cobra le había enseñado que el miedo te hace pequeño, pero la rabia te hace rápido.
Valentina no bloqueó. Atacó el brazo armado.
Recordó la lección: Usa la gravedad. Usa su propio peso.
Cuando La Reina lanzó la estocada buscando el estómago