Mundo ficciónIniciar sesiónEl supervisor entró al sótano acompañado de varios hombres armados. Las luces se encendieron de golpe, iluminando los rostros cansados y asustados de las chicas que llevaban días encerradas.
Su mirada fría recorrió el grupo como si estuviera eligiendo ganado.
—Esas —dijo señalando con un bastón corto—. Las de allí. Llévenselas al otro edificio.
Entre ellas estaba Carmen, quien había dejado de llorar hacía horas. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que la secuestraron; solo recordaba el engaño, el viaje, los gritos y la oscuridad.
Las llevaron a una mansión desconocida, donde las recibió un grupo de mujeres que olían a perfume caro y miedo disimulado. Les peinaron el cabello; a alguna le pintaron el cabello, incluyendo a Carmen; las maquillaron y les vistieron con vestidos elegantes, tan ajustados que apenas podían respirar.
Después, les sirvieron una cena abundante: carnes, frutas, vino y pan fresco. Nadie tenía hambre, pero el olor era tan tentador que muchas comieron sin pensar.
Carmen probó un trozo de pan, apenas para tener fuerzas. Sentía el estómago cerrado por el miedo.
Entonces apareció Beatriz, una mujer de cabello negro azabache, ojos rasgados y una sonrisa que solo mostraba crueldad.
Su voz sonó firme, autoritaria:
—Escuchen bien. Esta noche deben verse radiantes. Los hombres que vendrán pagan fortunas, y cada sonrisa suya vale oro. Si hacen el ridículo, yo misma me encargaré de que lo lamenten.
Las chicas asintieron, temblando.
Pero Carmen, incapaz de disimular su rabia, la miró con desprecio.
Beatriz lo notó.
En un segundo, cruzó la distancia entre ambas y le dio una patada en el estómago tan violenta que Carmen cayó al suelo sin aire.
—¡Vuelve a mirarme así y te arranco los ojos! —gritó.
Carmen se encogió, conteniendo el dolor. Beatriz levantó una pierna, dispuesta a golpearla en la cara, pero se detuvo.
La observó con detenimiento, como si acabara de notar algo.
—Qué lástima —murmuró, bajando el pie—. Hoy seguro te venderás a un buen precio. No voy a estropearte el rostro.
Beatriz se alejó, taconeando con fuerza. El silencio volvió al salón, roto solo por los sollozos contenidos de las otras chicas.
Cuando el supervisor se retiró a dormir, el murmullo en el dormitorio creció. Algunas chicas, todavía con sus vestidos de gala, se sentaron en el suelo, conversando en voz baja.
—Dicen que los hombres que compran en estas subastas son hombres mafiosos —susurró una de ellas—. Si alguno me elige, quizás me trate bien.
—O te encierre para siempre —respondió otra.
—Prefiero eso que seguir aquí —dijo una tercera, riendo nerviosa.
Carmen las miraba desde su rincón. No entendía cómo podían ilusionarse. Sabía perfectamente lo que les esperaba: cadenas disfrazadas de lujo.
Sin embargo, guardó silencio. Cualquier palabra fuera de lugar podía costarles la vida.
Aun así, una idea comenzó a tomar forma en su mente. Si lograba salir viva de esa noche, buscaría venganza. No sabía cómo ni contra quién exactamente, pero su padre merecía justicia.
Durmió poco, atormentada por el miedo y la incertidumbre.
A la mañana siguiente, las despertaron a gritos.
Las trasladaron a un salón majestuoso, con lámparas de cristal, alfombras rojas y una imponente tarima en el centro. Desde los balcones y las primeras filas, decenas de hombres esperaban, vestidos con trajes oscuros y miradas que destilaban poder y deseo.
Carmen sintió que el corazón se le salía del pecho.
Intentó mantener la cabeza en alto, recordando las palabras de su padre: “Nunca bajes la mirada ante nadie.”
El subastador subió al estrado y golpeó la mesa con un mazo dorado.
—¡Bienvenidos, señores! —anunció con voz teatral—. Esta noche, como siempre, les traemos lo más exclusivo.
Una a una, las chicas fueron presentadas. Cada nombre era acompañado de aplausos, risas y números.
Cuando llegó el turno de Carmen, el silencio se hizo más pesado.
El foco de luz la siguió mientras subía los tres escalones hacia la plataforma.
Su vestido azul oscuro resaltaba su piel clara y el brillo triste de sus ojos. Aunque temblaba por dentro, su postura era firme.
—¡Empezamos en ocho mil monedas de oro! —gritó el subastador.
De inmediato, una mano gruesa se levantó en la primera fila. Era un hombre de rostro grasiento, sonrisa torcida y mirada lasciva.
—¡Ocho mil! —repitió con entusiasmo.
Carmen sintió un nudo en la garganta.
Por favor… no a ese hombre.
El subastador iba a confirmar la oferta cuando una voz grave, profunda, resonó desde el piso superior, detrás de una cortina de seda blanca:
—Doce mil.
Todos giraron la cabeza hacia la galería privada.
Carmen también. Solo podía distinguir una silueta alta, erguida, con una calma inquietante. Su voz, aunque distante, le resultó extrañamente familiar.
Su corazón dio un salto.
¿Dónde había escuchado antes ese tono de voz?
El hombre del rostro grasiento frunció el ceño y volvió a levantar la mano.
—¡Quince mil!
Un murmullo recorrió el salón.
Pero antes de que el subastador pudiera responder, otra voz —más firme, más autoritaria— se escuchó desde la misma galería:
—Veinticinco mil.
El silencio cayó como una losa.
Todos los presentes se miraron, sorprendidos.
Era la cifra más alta ofrecida en la historia de ese lugar.
El subastador sonrió nervioso.
—Veinticinco mil a la una… veinticinco mil a las dos… ¡Vendida!
Los aplausos resonaron, mezclados con murmullos de asombro.
Carmen permaneció inmóvil, paralizada por la mezcla de miedo y confusión.
¿Quién era ese hombre?
¿Por qué había pagado tanto por ella?
Después de la subasta, dos guardias la escoltaron por un pasillo largo y silencioso hasta una habitación lujosa.
Las paredes estaban decoradas con tapices dorados; el aire olía a incienso y vino caro.
En el centro, una cama enorme de sábanas de seda relucía bajo la luz cálida de las velas.
—Aquí esperarás —dijo uno de los guardias, cerrando la puerta con un sonido seco.
Carmen se quedó de pie, inmóvil.
El silencio era tan profundo que podía escuchar su propia respiración.
Miró el espejo frente a ella: su reflejo le devolvió la imagen de una extraña.
Una mujer con los labios pintados y los ojos apagados.
Se abrazó a sí misma, intentando no llorar.
Entonces, escuchó pasos firmes acercándose por el pasillo.
La cerradura giró.
La puerta se abrió lentamente.
Vio a un hombre caminando hacia ella. Era él.







