En el primer vistazo que Carmen le dio a ese hombre, supo, sin margen de error, que era Nicolás. El mismo hombre que, en otro tiempo, le había jurado amor eterno; el mismo que le había prometido protegerla de todo mal. Ahora, con la luz mortecina de esa habitación extraña iluminándole el rostro, Nicolás era solo un desconocido que la miraba con desdén. El corazón de Carmen se heló. ¿Cómo era posible que no la reconociera? ¿Acaso el tiempo y la desgracia ya habían borrado su rostro de la memoria de aquel que una vez dijo amarla?
Nicolás no se inmutó ante su presencia. Caminó a su alrededor como si inspeccionara una mercancía, evaluando su valor con una mirada fría y calculadora. Carmen bajó la mirada, luchando por mantener la compostura. Sentía el peso de la humillación, el olor a perfume caro mezclado con el aroma frío del metal y la amenaza que emanaba de él.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Nicolás, con voz seca, desprovista de cualquier emoción. Era una mera formalidad, una forma de reaf