Capítulo 4 – La noche de la huida

 

El sonido de la lluvia se había vuelto una constante en su vida, como si el cielo llorara por ella.

Carmen salió del hospital con los ojos enrojecidos, las manos temblando y el corazón roto en mil pedazos. No recordaba bien cómo llegó hasta la calle, solo que sus pasos la llevaron a la acera y levantó una mano.

Un taxi se detuvo con un chirrido.

—A la calle Los Robles, número 214 —dijo con voz débil.

El conductor la miró por el espejo, notando el temblor en su voz, pero no preguntó nada.

Durante el trayecto, Carmen abrazó su bolso contra el pecho, sintiendo que el mundo se le venía abajo. Afuera, las luces de la ciudad pasaban borrosas, como un sueño roto.

Cuando el auto se detuvo frente a la antigua casona familiar, ya la noche había caído por completo. La fachada se veía más oscura de lo habitual, y solo una tenue luz provenía del interior. Pagó al conductor, bajó sin mirar atrás y empujó la puerta.

En cuanto entró, el silencio la envolvió.

Solo el tic-tac del reloj en el pasillo acompañaba sus pasos.

—¿Señorita Carmen? —La voz temblorosa de Ana, la empleada, resonó desde el vestíbulo.

La mujer de cabello canoso corrió hacia ella, con los ojos hinchados por el llanto.

Carmen la miró, cansada.

—Sí, Ana. Ya lo sé… mi padre fue asesinado.

Ana bajó la mirada y asintió.

—Así es, señora… —susurró con un nudo en la garganta—. Dios mío, ¿qué vamos a hacer ahora?

Carmen respiró hondo, pero el aire le dolió en el pecho.

—No lo sé, Ana. No lo sé —murmuró—. Pero tengo que averiguar quién le hizo esto.

La mujer la observó con preocupación, apretando las manos.

—Señora, escúcheme. Hace unas horas vinieron unos hombres… preguntaron por usted.

Carmen alzó la vista de golpe.

—¿Qué? ¿Qué hombres?

—No lo sé, pero tenían pinta de… peligrosos. Dijeron que volverían.

Un escalofrío recorrió su espalda.

—¿Qué querían de mí? —preguntó, aunque sabía que no habría respuesta.

Ana negó con la cabeza.

—Solo preguntaron dónde estaba, y cuando les dije que no sabía, se fueron.

Carmen caminó hacia el despacho de su padre, su refugio desde niña. El olor a madera, a tinta y papel aún permanecía allí.

Encendió la lámpara del escritorio y comenzó a revisar cajones, papeles, carpetas.

Necesitaba entender.

Había algo más detrás de la muerte de su padre, y lo sentía.

Encontró varias facturas, contratos, correspondencia comercial… hasta que halló un sobre cerrado con su nombre.

“Carmen”, estaba escrito con la caligrafía de su padre.

Sus dedos temblaron mientras lo abría. Dentro, había solo una hoja con unas palabras breves:

“Si algo me ocurre, no confíes en nadie. Vete de la ciudad. Y nunca, nunca muestres el anillo.”

El mismo anillo que llevaba puesto.

El corazón de Carmen comenzó a latir con fuerza.

—¿Qué sabías, papá? —susurró, sintiendo que las lágrimas amenazaban otra vez.

De pronto, un crujido la hizo girar. La puerta del despacho estaba entreabierta. En el umbral apareció Marta, una de las empleadas más antiguas. Su rostro estaba pálido, sus ojos nerviosos.

—Señorita… no debería estar aquí —dijo en voz baja.

Carmen frunció el ceño.

—¿Por qué? ¿Qué pasa, Marta?

—Eso… eso no le pertenece. Entrégueme la carta.

—¿La carta? —Carmen la apretó contra su pecho—. ¿Qué sabes tú de esto?

—Más de lo que imagina. —La voz de la mujer tembló—. Haga lo correcto, por favor.

El aire se volvió denso. Carmen retrocedió, intentando entender.

—¿Tú… tú sabías lo que planeaban? ¿Tenías algo que ver con la muerte de mi padre?

Marta no respondió. Dio un paso adelante, extendiendo la mano.

—Entrégamela. No lo entendería.

—No hasta que me digas la verdad. —Carmen se negó a soltar la carta.

Hubo un instante de tensión. Un movimiento brusco. Un choque de cuerpos.

La lámpara cayó al suelo, el escritorio se estremeció, y un grito ahogado se perdió entre los truenos.

Carmen se quedó quieta, el corazón desbocado.

El silencio que siguió fue irreal. Cuando bajó la mirada, comprendió lo que había pasado.

Un temblor la recorrió de pies a cabeza.

En ese momento, Ana irrumpió en el despacho. Se detuvo, mirando la escena: el desorden, el cuerpo inmóvil, la carta caída al suelo.

—Dios mío… —susurró—. ¿Qué hiciste?

Carmen negó con la cabeza, sin poder hablar.

—No fue mi intención… ella… ella intentó arrebatarme la carta.

Ana se acercó y la tomó de los hombros.

—Cálmese. Si la encuentran aquí, la culparán.

—Fue un accidente —balbuceó Carmen, pálida.

—Lo sé, pero nadie lo creerá. Rápido, tenemos que cambiar todo esto.

Ana la condujo al armario y sacó un uniforme gris.

—Póngase esto. Si vienen, creerán que usted es una empleada.

—¿Y ella? —preguntó Carmen, con la voz rota.

Ana la miró, decidida.

—Déjelo en mis manos. Yo me encargaré de todo; pensarán que ella es usted.

Carmen retiró el anillo de su dedo —el mismo que su padre le había ordenado esconder— y lo colocó sobre la mano de la mujer inmóvil.

—Perdóname —susurró.

Ana asintió.

—Ahora vete. Por el callejón trasero. Si te quedas, no saldrás con vida.

Carmen la abrazó, las lágrimas cayendo sobre su hombro.

—Gracias, Ana.

—Corre —repitió ella con firmeza—. Y no mires atrás.

Carmen salió bajo la lluvia, con el corazón latiendo tan intensamente que parecía romperle el pecho.

El cielo rugía, la calle estaba vacía y cada relámpago iluminaba su miedo.

Corrió sin rumbo hasta que sus piernas flaquearon.

En una avenida desierta, un auto negro se detuvo junto a ella.

La ventanilla se bajó lentamente.

—¿Necesita ayuda, señorita? —preguntó un hombre con acento extranjero.

Carmen dudó.

—No… estoy bien.

—Suba, la llevaremos a un lugar seguro —añadió una voz femenina desde el interior.

Dentro había otras mujeres, con el rostro pálido y los ojos cansados.

Una de ellas le sonrió débilmente.

—Tranquila. Nosotras también vamos a refugiarnos.

Carmen respiró hondo y subió.

El coche arrancó y se perdió entre la lluvia.

Durante los primeros minutos, nadie habló.

Pero pronto, el paisaje urbano desapareció y las luces se volvieron más escasas.

—¿A dónde vamos? —preguntó Carmen, nerviosa.

El hombre no respondió.

El silencio fue su única respuesta… hasta que la sonrisa helada del conductor se reflejó en el espejo.

—Tranquila, bella. Pronto lo sabrás.

El miedo la invadió. Intentó abrir la puerta, pero estaba bloqueada.

Una de las mujeres a su lado murmuró:

—No sirve de nada… Todas pensábamos que íbamos a un refugio.

El auto se detuvo finalmente frente a un edificio antiguo, rodeado de muros y luces tenues.

Varios hombres esperaban afuera.

Abrieron las puertas y comenzaron a hacerlas bajar una por una.

Carmen sintió un nudo en la garganta.

—¿Dónde estamos? —susurró.

Nadie respondió. Solo un hombre alto, de traje oscuro, se acercó y dijo con una voz seca:

—Bienvenidas, señoritas. A partir de ahora, sus nombres no importan.

Carmen sintió que el suelo se movía bajo sus pies.

El hombre continuó hablando mientras otro la sujetaba del brazo.

—Mañana serán presentadas. Las que valgan la pena irán a la subasta.

Subasta.

La palabra le heló la sangre.

Miró alrededor: decenas de mujeres, jóvenes, asustadas, con rostros sin esperanza.

Intentó forcejear, pero la golpearon. Cayó al suelo, mareada.

Antes de que todo se oscureciera, alcanzó a ver una mariposa pintada en la pared.

El mismo símbolo que había en la carta de su padre.

Entonces lo comprendió:

Su muerte, la persecución, su secuestro… todo estaba conectado.

Y ella había caído en la misma red que lo había destruido.

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