Mundo ficciónIniciar sesiónEl sonido de la lluvia se había vuelto una constante en su vida, como si el cielo llorara por ella.
Carmen salió del hospital con los ojos enrojecidos, las manos temblando y el corazón roto en mil pedazos. No recordaba bien cómo llegó hasta la calle, solo que sus pasos la llevaron a la acera y levantó una mano.
Un taxi se detuvo con un chirrido.
—A la calle Los Robles, número 214 —dijo con voz débil.
El conductor la miró por el espejo, notando el temblor en su voz, pero no preguntó nada.
Durante el trayecto, Carmen abrazó su bolso contra el pecho, sintiendo que el mundo se le venía abajo. Afuera, las luces de la ciudad pasaban borrosas, como un sueño roto.
Cuando el auto se detuvo frente a la antigua casona familiar, ya la noche había caído por completo. La fachada se veía más oscura de lo habitual, y solo una tenue luz provenía del interior. Pagó al conductor, bajó sin mirar atrás y empujó la puerta.
En cuanto entró, el silencio la envolvió.
Solo el tic-tac del reloj en el pasillo acompañaba sus pasos.
—¿Señorita Carmen? —La voz temblorosa de Ana, la empleada, resonó desde el vestíbulo.
La mujer de cabello canoso corrió hacia ella, con los ojos hinchados por el llanto.
Carmen la miró, cansada.
—Sí, Ana. Ya lo sé… mi padre fue asesinado.
Ana bajó la mirada y asintió.
—Así es, señora… —susurró con un nudo en la garganta—. Dios mío, ¿qué vamos a hacer ahora?
Carmen respiró hondo, pero el aire le dolió en el pecho.
—No lo sé, Ana. No lo sé —murmuró—. Pero tengo que averiguar quién le hizo esto.
La mujer la observó con preocupación, apretando las manos.
—Señora, escúcheme. Hace unas horas vinieron unos hombres… preguntaron por usted.
Carmen alzó la vista de golpe.
—¿Qué? ¿Qué hombres?
—No lo sé, pero tenían pinta de… peligrosos. Dijeron que volverían.
Un escalofrío recorrió su espalda.
—¿Qué querían de mí? —preguntó, aunque sabía que no habría respuesta.
Ana negó con la cabeza.
—Solo preguntaron dónde estaba, y cuando les dije que no sabía, se fueron.
Carmen caminó hacia el despacho de su padre, su refugio desde niña. El olor a madera, a tinta y papel aún permanecía allí.
Encendió la lámpara del escritorio y comenzó a revisar cajones, papeles, carpetas.
Necesitaba entender.
Había algo más detrás de la muerte de su padre, y lo sentía.
Encontró varias facturas, contratos, correspondencia comercial… hasta que halló un sobre cerrado con su nombre.
“Carmen”, estaba escrito con la caligrafía de su padre.
Sus dedos temblaron mientras lo abría. Dentro, había solo una hoja con unas palabras breves:
“Si algo me ocurre, no confíes en nadie. Vete de la ciudad. Y nunca, nunca muestres el anillo.”
El mismo anillo que llevaba puesto.
El corazón de Carmen comenzó a latir con fuerza.
—¿Qué sabías, papá? —susurró, sintiendo que las lágrimas amenazaban otra vez.
Pasaron las horas sin que se diera cuenta. Cuando levantó la vista, el reloj marcaba las diez de la noche. La casa estaba en silencio, excepto por el sonido lejano de un trueno.
Salió del despacho, fue a la cocina y tomó un vaso de agua. Ana estaba allí, nerviosa, mirando por la ventana.
—Señora —dijo de repente, con urgencia—. Hágame caso… Váyase, por favor.
—¿Qué dices, Ana?
—Algo no está bien. Siento que nos vigilan.
Carmen apenas tuvo tiempo de reaccionar.
Un estruendo retumbó en la distancia. Luego, disparos.
Uno, dos, tres.
Ana gritó.
—¡Señora, venga conmigo!
El miedo se apoderó de Carmen.
—¿Qué está pasando?
—¡No hay tiempo! —Ana corrió hacia su cuarto y sacó ropa de una canasta—. Póngase esto, rápido.
—¿Tu uniforme? —preguntó Carmen, atónita.
—Sí, póngaselo. Si la buscan, creerán que es una sirvienta.
Carmen obedeció, con las manos temblorosas. Se quitó su vestido empapado y se puso el uniforme gris, amarrándose el cabello.
Ana la empujó hacia la puerta trasera.
—Váyase por el callejón. Yo distraeré a quien entre.
—¡No, no voy a dejarte!
—¡Hágalo, señora! —Ana la miró con lágrimas—. Si se queda, moriremos las dos.
Un nuevo disparo resonó. Esta vez, muy cerca.
Carmen la abrazó con fuerza, conteniendo el llanto.
—Gracias, Ana.
—Corra. No mire atrás.
Carmen salió por la puerta trasera y comenzó a correr bajo la lluvia. Los relámpagos iluminaban su figura, la calle vacía, los charcos que salpicaban sus zapatos.
El corazón le latía tan rápido que apenas podía respirar.
No sabía hacia dónde iba. Solo quería alejarse.
El eco de los disparos la perseguía, mezclado con el rugido de los truenos.
Siguió corriendo hasta que sus piernas comenzaron a fallarle. Se detuvo en una avenida solitaria, respirando con dificultad.
De pronto, un auto negro se detuvo junto a ella.
La ventanilla se bajó lentamente.
—¿Necesita ayuda, señorita? —preguntó un hombre con acento extranjero.
Carmen retrocedió un paso, desconfiada.
—No… estoy bien.
—Está empapada. Suba, la llevaremos a un lugar seguro —dijo otra voz femenina desde dentro.
Carmen se inclinó un poco y vio que había varias mujeres en el asiento trasero, vestidas con ropa sencilla. Parecían cansadas, asustadas, como ella.
Una de ellas le sonrió débilmente.
—Tranquila, nosotras también vamos a refugiarnos.
Carmen dudó, pero el miedo la venció. Asintió y subió.
El coche arrancó.
Durante los primeros minutos, nadie habló. Solo se oía el sonido de la lluvia golpeando los vidrios.
Pero pronto, Carmen notó algo extraño.
El camino se hacía más y más largo, y el paisaje urbano desapareció.
—¿A dónde vamos? —preguntó, inquieta.
El hombre del asiento delantero no respondió.
Carmen volvió a preguntar, más alto:
—¿A dónde me llevan?
El conductor se giró apenas. Su sonrisa era helada.
—Tranquila, bella. Pronto lo sabrás.
El miedo la paralizó.
Intentó abrir la puerta, pero estaba bloqueada.
—¿Qué significa esto? ¡Déjenme salir!
Una de las mujeres a su lado le tomó la mano, con los ojos llenos de terror.
—No sirve de nada… Todas pensábamos que íbamos a un refugio.
El auto se detuvo finalmente frente a un edificio antiguo, rodeado de muros y luces tenues.
Varios hombres esperaban afuera.
Abrieron las puertas y comenzaron a hacerlas bajar una por una.
Carmen sintió un nudo en la garganta.
—¿Dónde estamos? —susurró.
Nadie respondió. Solo un hombre alto, de traje oscuro, se acercó y dijo con una voz seca:
—Bienvenidas, señoritas. A partir de ahora, sus nombres no importan.
Carmen sintió que el suelo se movía bajo sus pies.
El hombre continuó hablando mientras otro la sujetaba del brazo.
—Mañana serán presentadas. Las que valgan la pena irán a la subasta.
Subasta.
La palabra le heló la sangre.
Miró alrededor: decenas de mujeres, jóvenes, asustadas, con rostros sin esperanza.
Intentó forcejear, pero la golpearon. Cayó al suelo, mareada.
Antes de que todo se oscureciera, alcanzó a ver una mariposa pintada en la pared.
El mismo símbolo que había en la carta de su padre.
Entonces lo comprendió:
Su muerte, la persecución, su secuestro… todo estaba conectado.
Y ella había caído en la misma red que lo había destruido.







