El corte en el brazo de Valentina, cosido con hilo de pescar y precisión quirúrgica por La Cobra, palpitaba bajo la tela áspera del uniforme. No era solo una herida; era un recordatorio constante de la nueva moneda de cambio en El Muro: el dolor. Quien podía soportarlo, sobrevivía. Quien podía infligirlo, gobernaba.
El entrenamiento comenzó inmediatamente, lejos de las miradas de las cámaras de seguridad, en los puntos ciegos que solo los veteranos conocían: los estrechos cuartos de limpieza que olían a lejía rancia y las duchas frías a la hora de menor vigilancia, cuando el vapor ocultaba los movimientos.
La Cobra no conocía la piedad. Era una maestra brutal que veía el cuerpo humano como un mapa de puntos de presión y debilidades.
—¡Eres lenta! —espetó La Cobra, esquivando un golpe torpe de Valentina y respondiendo con una palmada seca en su oreja que la desorientó—. Tienes la fuerza de un pájaro asustado, Esclava.
Valentina se tambaleó, el zumbido en su oído mareándola.
—En la call