Martina por fin lo tenía claro: todos a su alrededor querían que ella y Salvador volvieran a intentarlo. Infló las mejillas, se sentó en la sala y fingió mirar la tele sin decir palabra.
Al poco, Salvador se acercó y se quedó de pie, sin atreverse a sentarse.
—Martina, yo…
—Siéntate —dijo ella, señalando el sofá sin mirarlo.
—Gracias.
Apenas rozó el cojín cuando Martina giró el rostro y lo encaró de lleno.
—Mira: a ti te invitaron mis papás, no yo. ¿Estamos?
—Sí —asintió Salvador—. Lo sé. No estoy confundiendo nada. Sé que soy el único empeñado y que tú no me has aceptado.
—Con que lo sepas, basta —replicó ella, y volvió la vista a la pantalla. Pero ya no estaba viendo nada.
—Martina… —él vaciló un momento, luego sacó una cajita del bolsillo y la dejó sobre la mesa de centro, empujándola hacia ella—. ¿Qué es? Ábrela. A ver si te gusta.
Era un estuche de joyería. Martina frunció el ceño.
—¿Para mí?
—Sí. —Salvador sonrió levemente—. Ábrela.
Ella vaciló, negó con la cabeza.
—No. No puedo