Ya sentadas en el sofá, Martina mostró toda su calidez de cuñada y se puso a charlar con Ariadna sin parar. Entre mujeres siempre había tema: maquillaje, joyería, bolsos; congeniar resultó de lo más fácil.
—Tu labial de hoy se ve precioso. ¿Qué tono era?
—¿Te gusta? Justo lo traigo; si quieres, te lo pruebas.
—¡Claro! —Martina no se hizo rogar—. Y tu bolso está lindísimo.
—¿Este? —Ariadna miró a Marc y sonrió—. Me lo compró tu hermano. Yo ni sabía; si me hubiera enterado antes, no lo habría dejado.
—¿Por qué no?
—Porque es carísimo.
—Ay, pero está hermoso —dijo Martina—. Hermano, muy bien: buen ojo… y decisión.
Marc se apenó con los elogios de su hermana. Salvador, en cambio, notó que Martina de verdad se había encariñado con ese bolso: cuando Ariadna lo dejó a un lado, ella todavía lo miró de reojo un par de veces.
—Ariadna, ¿te doy un recorrido por la casa? Damos la vuelta y ya toca cenar.
—¡Me encanta!
La casa de los Hernández quedaba en una zona residencial con jardín al frente y a