Dos meses después.
Muy temprano aquella mañana, Alejandro se despertó.
Se levantó en silencio, para no hacer ruido, bajó las escaleras y se fue directo a la cocina para prepararle el desayuno a Luciana.
Un mes antes, Luciana había empezado con las náuseas del embarazo.
Todo lo que comía lo vomitaba; a veces, incluso, hasta el agua.
Su apetito se había desplomado; fuera la hora que fuera, cuando alguien le preguntaba, ella solo decía que no tenía hambre.
En casa tenían chef de cocina internacional y de cocina tradicional, y además Amy estaba al mando; en cuanto se le antojaba algo, podían servírselo en la mesa de inmediato.
Pero Luciana se había puesto muy selectiva: solo comía lo que Alejandro cocinaba.
Por eso, siempre que tenía un poco de tiempo, era Alejandro quien se metía a la cocina. Y el desayuno, ni se diga: él se encargaba de todo.
En la cocina, Amy lo vio entrar y sonrió.
—Señor, ya se levantó. Le dejé todos los ingredientes listos.
—Ajá, gracias.
Amy tomó un delantal y se lo