Mientras Laura pagaba en la caja, Martina se enamoró de una pulsera. La vendedora ya se la había pasado para probársela.
—Le queda preciosa —dijo—. Su piel es clarita y su muñeca muy fina; le realza mucho la mano.
—A mí también me encantó —Martina se miró de distintos ángulos, feliz.
—¿Y eso? —llegó Laura, echando un vistazo a la muñeca de su hija.
—Mamá, ¿a poco no está divina? —Martina levantó la mano para que la viera—. ¡Cómpramela, ¿sí?
—¿Bonita? Mmm… normalita —dijo Laura, negando con la cabeza—. Muy común. No.
—¿Quéé? —Martina frunció la boca—. ¡Pero me gusta! Anoche quedamos que, después del regalo para Ariadna, me tocaba a mí.
—No dije que no te compraría nada; esa pulsera no. —Y la apuró—. Anda, quítatela y ve a ver si ya envolvieron lo de Ariadna. ¡Corre!
—Bueno…
Con el gesto caído, Martina dejó la pulsera y fue por la cajita del regalo.
Laura, en cambio, sonrió amablemente a la vendedora, sacó el celular y tomó una foto rápida de la pulsera.
—¿…?
—Yo ya tengo yerno, ¿sabe? —