Una joven llamada Amara, que vive en un pequeño pueblo rodeado de montañas nevadas, comienza a recibir cartas de alguien que desapareció hace 20 años: su madre. Nadie cree que sea posible… excepto un anciano bibliotecario que parece saber más de lo que dice. A medida que Amara investiga, descubre secretos familiares, pasadizos ocultos y un diario que conecta con un pasado que tal vez no sea tan pasado.
Leer másLa casa crujía con los suspiros del invierno.
Aunque era marzo, la nieve había regresado como una vieja conocida que no sabía cuándo irse. El techo, cubierto de escarcha, lloraba goteras en la cocina, y las ventanas empañadas apenas dejaban entrar la luz. En Almaviva, un pequeño pueblo entre montañas, el tiempo parecía detenido, como si el mundo allá afuera fuera solo un rumor lejano.
Amara, de dieciocho años recién cumplidos, bajó las escaleras con el cabello enredado y el rostro aún marcado por la almohada. Vestía suéter de lana, pantalones flojos y medias gruesas. El aire olía a leña húmeda y pan tostado.
En la radio, una voz temblorosa de periodista hablaba con tono preocupado:
—…persisten las anomalías climáticas en el norte del país. A pesar del cambio de estación, algunas regiones reportan nevadas intensas. Los científicos aún no encuentran explicación lógica…
Ella apagó la radio. Demasiado temprano para misterios.
Se dirigió a la puerta para revisar si el cartero —un señor llamado Fermín que siempre llegaba tarde— había pasado por fin. No esperaba gran cosa. Quizás una factura, o uno de esos folletos que nadie lee. Pero al abrir, el viento la golpeó como una bofetada fría, y en el umbral encontró algo que no esperaba.
Un sobre.
Color amarillo envejecido, sin sello postal, sin remitente. Solo su nombre, escrito en tinta negra:AMARA
Las letras eran alargadas, cuidadosas.
Eran letras que reconocería incluso dormida.—No puede ser… —susurró.
Se sentó en la mesa del comedor, temblando. Le costó trabajo abrir el sobre. Las manos no le respondían bien.
Dentro, una hoja doblada en cuatro.
La desdobló lentamente, conteniendo la respiración.
Y leyó:
“Amara:
Si recibes esto, es porque ya estás lista. No confíes en nadie. Comienza por el desván.Con amor,
Mamá.”El papel tembló entre sus dedos.
Sintió un mareo repentino, como si la gravedad hubiera fallado.Su madre había desaparecido cuando ella tenía apenas tres años. El cuerpo nunca fue hallado, pero todos en el pueblo asumieron lo peor. Su abuela siempre decía que había sido un accidente, que se perdió en la tormenta y no logró regresar. Había sido una historia repetida hasta el cansancio.
Pero esa carta… esa letra…
Era inconfundible.—¿Qué tienes ahí? —preguntó su abuela Marta, entrando desde el patio con un balde de leña.
Amara se apresuró a doblar la carta y meterla en el bolsillo de su pantalón.
—Nada… una carta equivocada, supongo.
—¿A quién le escriben todavía cartas por correo? —refunfuñó Marta, dejando el balde junto a la chimenea—. Hoy en día todo es por esos malditos teléfonos.
Amara la observó un momento. Marta tenía el rostro curtido, de los que parecían hechos de roble y viento. Había criado a Amara desde que su madre desapareció. No era afectuosa, pero sí firme. Nunca hablaba del pasado. Y menos de su hija.
—Abuela… —preguntó de pronto—, ¿tú crees que alguien podría… dejar una carta para el futuro? Como si supiera exactamente cuándo alguien la encontraría.
Marta se quedó inmóvil. Sus ojos, dos puñalitos grises, se clavaron en ella.
—¿Por qué preguntas eso?
—Solo es curiosidad.
—No me gustan tus curiosidades, Amara. Hay cosas que es mejor no desenterrar.
—¿Cómo mamá?
Silencio. Largo. Duro como piedra.
—Tu madre… era muchas cosas. Pero no era una bruja, si es lo que insinúas —dijo finalmente, cortante.
—Yo no he dicho eso.
—Te lo digo yo entonces: olvida el pasado. No hay respuestas allí. Solo fantasmas.
Esa noche no pudo dormir.
Las palabras de la carta se repetían en su mente como un eco: “No confíes en nadie… comienza por el desván.”
A las tres de la mañana, cuando el mundo parecía detenido, tomó una linterna, se puso una bufanda y subió al desván. Las escaleras de madera crujieron como si se quejaran de su presencia.
El desván estaba oscuro, frío, y lleno de polvo. Todo olía a cosas antiguas: cuero, papel, olvido.
Había cajas con ropa vieja, una bicicleta rota, retratos tapados con telas. Pero algo le llamó la atención: un baúl de cuero que no había visto antes. Estaba al fondo, cubierto con una sábana blanca.
Se arrodilló, la retiró, y acarició la tapa con los dedos.
En el cuero, casi borradas, había tres letras grabadas:
M.J.A.
María Josefina Aguilar. Su madre.
El corazón de Amara se aceleró. Sintió una punzada de miedo. Pero también de certeza.
Abrió el baúl.
Dentro había una bufanda roja —la misma que su madre usaba en la última foto que conservaban de ella—, un pequeño cuaderno forrado en tela gris, una llave oxidada atada con una cinta negra, y un mapa hecho a mano, con líneas finas y símbolos extraños que no reconocía.
Y algo más. En el fondo del baúl, envuelto en papel de seda, un reloj de bolsillo que, increíblemente… aún funcionaba.
El segundero hacía tic-tac.
Lento. Preciso. Como si hubiera esperado todo ese tiempo a ser encontrado.“Ya estás lista.”
“No confíes en nadie.”
“Comienza por el desván…”
Amara se sentó en el suelo, abrazando la bufanda como si pudiera traerle el calor de una madre que nunca tuvo.
Entonces, entre lágrimas y preguntas, escuchó algo más.
Un ruido.
Un crujido afuera, cerca de la ventana del desván. Se acercó lentamente, con la linterna en mano.
Miró hacia el bosque.
Y por un instante, solo un segundo, creyó ver una figura entre los árboles. Alta, inmóvil. Como si la observara.
Parpadeó.
Y ya no estaba.El mundo no colapsó.No estalló en fuego ni desapareció en silencio.Simplemente… respiró.Después del eclipse, después del grito que no fue de guerra ni de muerte, sino de reconocimiento, el planeta siguió girando. El mar volvió a latir. Las estrellas salieron con timidez.Pero algo había cambiado.Amara también.Pasaron días. No fue inmediato. El cuerpo de Amara aún dolía. No físicamente, sino en los lugares donde nunca pensamos que existe el dolor:en los recuerdos,en las preguntas,en las posibilidades no elegidas.Despertaba por las noches con los ojos abiertos, convencida de que la grieta seguía dentro de ella.Y quizás así era.Pero ya no como una herida.Sino como una cicatriz sagrada.Se quedó en Almaviva.El mundo de afuera seguía con su tráfico, sus relojes, sus noticias. Pero a ella ya no le interesaba la prisa. Había cruzado un umbral que no tenía regreso. Y eso, lejos de asustarla, le ofrecía una paz nueva.Todos los días, al amanecer, caminaba hacia la costa. Se sentab
El día no comenzó.El sol subió, sí. Pero su luz era pálida. Fría. Como una lámpara de papel a punto de extinguirse.Desde las primeras horas, el cielo se volvió metálico, y las nubes giraban en espiral sobre Almaviva. El pueblo entero se había silenciado. Hasta los relojes dejaron de funcionar. Como si el tiempo supiera que no debía avanzar más.Amara caminaba hacia el centro del claro con Vera y Leónidas detrás. Cada uno llevaba una parte del ritual. Ella, el cristal ahora claro. Vera, el símbolo antiguo tallado en obsidiana. Leónidas, una campana sin badajo.Nadie hablaba.El lugar elegido era la cima de la colina más antigua. Donde, según los registros de la Orden, la grieta se había manifestado por primera vez en 1777. Rodeado de piedras erguidas y árboles que se inclinaban hacia dentro. Como si todos los siglos apuntaran a ese momento.—Es ahora o nunca —dijo Vera.—No habrá una segunda oportunidad —añadió Leónidas.Pero Amara los ignoró. Sus ojos estaban fijos en el cielo, que
El cielo era un desierto de ceniza.Amara caminaba por la carretera desierta con el mapa en una mano y el cristal transparente en la otra. La brújula giraba sin control. Las aves ya no volaban. El viento no soplaba.El mundo parecía contener la respiración.Faltaban tres días para el eclipse.Y algo se estaba acercando.La encontró antes de esperarlo: una figura encapuchada sentada junto a un viejo cartel oxidado que decía "Santuario del Umbral – 2 km."—Te vi en mis sueños —dijo la mujer sin levantar la cabeza—. Pero no siempre eras tú.Amara detuvo sus pasos.—¿Quién eres?—Mi nombre es Vera. Fui de la orden… cuando aún creíamos que podíamos vencer a la grieta sin perder a nadie.Levantó el rostro. Tenía una cicatriz que le cruzaba el pómulo izquierdo como un rayo maldito. Sus ojos eran grises, sin reflejo.—Estás buscando una forma de cerrar el umbral, ¿verdad?—Sí —dijo Amara—. Pero no sé si eso aún es posible.Vera asintió con lentitud.—Quizá no lo sea. Pero hay algo más. Algo q
La estación de Nido Viejo no la esperó.El tren no volvió a pasar.Cuando Amara regresó al andén, después de escapar de la casa de Elías, la vía había desaparecido. Cubierta por una neblina densa. Como si el mundo se hubiera olvidado de aquel lugar. Como si el tiempo la hubiera dejado atrás.Pero no estaba asustada.Estaba despierta.Caminó durante horas. No había señal en el celular, ni caminos marcados. Solo un mapa sucio, los ojos ardiendo y un cuaderno donde había empezado a escribir lo que recordaba. Lo hacía compulsivamente, como si temiera olvidar su propia historia.“Mamá me hablaba del espejo sin nombre.Me decía que si lo mirabas por mucho tiempo, el espejo te devolvía a ti misma… pero sin alma.”Cerró el cuaderno. Lo apretó contra su pecho. El viento comenzaba a volverse más agresivo.En la lejanía, el orfanato se asomaba como una ruina en una colina: oscuro, inclinado, con su torre doblada hacia un lado, como si se hubiera rendido al peso de su historia.Amara acampó antes
El viaje comenzó con niebla.El tren que Amara tomó desde el último pueblo de la línea serpenteó entre cerros, túneles y laderas vacías. El vagón iba casi vacío. A su lado, una anciana dormía con la cabeza ladeada, murmurando palabras en un idioma que no reconocía.El silencio del paisaje era antinatural.Como si el tiempo, al cruzar cierta frontera, dejara de avanzar.Cuando el tren se detuvo en la estación señalada como “Nido Viejo”, no hubo voz que anunciara la parada. Solo el crujido de los frenos y el viento silbando por las ventanas rotas.Amara bajó sola.La estación era un edificio de piedra y madera con los techos carcomidos. Al frente, un andén abandonado cubierto de musgo y ceniza. A un lado, una torre de reloj sin manecillas. Y delante… el bosque.El bosque negro.Era más denso, más cerrado, más frío. Como si respirara por sí mismo.Amara cruzó el portón oxidado sin mirar atrás.Leónidas le había dejado instrucciones: seguir el sendero derecho, pasar dos puentes cubiertos
La puerta de la biblioteca se abrió con un quejido que parecía arrastrar siglos.Amara entró con los pasos firmes y los ojos encendidos. Leónidas levantó la vista desde su escritorio; parecía más viejo que el día anterior. Tenía una taza entre las manos, pero no la levantaba.—¿Vienes de la casa? —preguntó él.Amara no respondió. Caminó hasta la mesa y dejó caer el cristal negro sobre la madera con un sonido seco.—Él vino. El vigía.Leónidas cerró los ojos un instante. Cuando los abrió, una tristeza densa le pesaba en el rostro.—¿Te habló?—Sí. Y dijo cosas que tú debiste decirme hace mucho tiempo.Como que yo no fui la primera.Silencio. Largo. Amargo.—Tu madre me lo prohibió —murmuró él—. Quiso protegerte. Incluso de la verdad.Amara lo miró, endurecida por dentro.—Eso no me protegió. Solo me dejó vulnerable.Me mentiste por años.Leónidas asintió con culpa.—Entonces ya es hora.Se levantó con lentitud, caminó hasta una estantería en la esquina menos transitada y retiró una fil
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