Se hizo de golpe el silencio, y Alejandro y Luciana se miraron y sonrieron.
Ella le tomó la mano, le secó el sudor de la frente.
—Duele, ¿verdad? Descansa un rato. Yo me quedo aquí contigo.
—Ajá —asintió Alejandro, pero no cerró los ojos; se quedó mirándola fijo.
—¿Qué me ves? —Luciana soltó una risita.
—Quisiera decir que, mirándote, me duele menos… —tragó—. Pero me duele tanto que no puedo dormir.
—Entonces te hago plática, ¿sí?
—Va.
—¿Te cuento de Alba?
—Sí.
Hablaron así, bajito, con el rumor del río Don de fondo, una paz rara entre tanta persecución.
—Ale… Luci. —Juan entró con una bolsa—. Les traje algo de comer.
—Gracias —dijo Luciana.
—No cocino como Ale —Juan se encogió—, así que… solo conseguí sopa instantánea.
—¡Está perfecta! —Luciana tomó su vasito sin dudar—. Cuando una vive fuera, la sopa instantánea sabe a gloria.
No era mentira: en Frankbram esos años, era de lo más rescatable para un paladar latino.
A Alejandro, en cambio, Juan le pasó pan.
—Jefe, hoy te toca pan blanc