—Te extrañaba —susurró Alejandro, guiando la mano de Luciana hasta su pecho—. Por eso sentía que me faltaba el aire.
—¿De veras? —ella lo escrutó, entre divertida y preocupada—. ¿No estarás exagerando?
—Palabra.
—¡Ay, por favor! —resopló, sin poder contener la risa—. ¿Con eso bromeas? Si vas a decir cursilerías, busca otra forma; casi me infartas.
—Perdón, mi culpa —besó los nudillos que aún sostenía—. Pero me hizo feliz verte tan preocupada… Significa que sientes algo por mí, ¿cierto?
—Sí —admitió, frunciendo los labios. Le acarició la barbilla recién rasurada—. ¿Eres un niño? No vuelvas a asustarme así, ¿entendido?
—Lo prometo.
—Ahora déjame levantarme —ella estaba medio recostada sobre él y temía presionarle el corazón.
—Un momento —la abrazó con más fuerza—. Tenerte aquí me sana mejor que cualquier medicina.
—Señor Guzmán —sonrió, rozándole los labios—, ¿qué? ¿Te untaste miel?
—Luciana —la interrumpió sin soltarla—, te amo.
La frase la dejó inmóvil, con la sonrisa congelada.
—¿Y tú