Al escucharlo, los ojos de Luciana se ensombrecieron.
Sonrió, tomó su saco y dijo:
—Es apenas un tramo hasta el auto; sin corbata está bien. Vámonos así.
—Tú mandas.
Una enfermera asomó por la puerta:
—Doctora Herrera, falta la firma de un familiar en el alta.
—Voy enseguida.
Soltó la mano de Alejandro.
—Quédate aquí, no tardo.
—Claro. —Él se acomodó obediente en el sofá.
Poco después sonó un celular dentro del bolso de Luciana.
Alejandro no solía inmiscuirse en llamadas ajenas, pero algo —llámese corazonada— le hizo romper la regla.
Sacó el teléfono: no era un contacto guardado, solo una larga serie de números.
—¿Bueno?
Al otro lado titubearon al oír una voz masculina:
—Disculpe, ¿el móvil es de la señora Luciana Herrera?
—Sí.
—¿Podría hablar con ella?
—Soy su esposo. ¿Quién habla?
—Aquí la empresa de mudanzas Soberanis. Si es su esposo, perfecto: queremos confirmar la fecha y el volumen de cajas para asignar el camión adecuado…
El resto se perdió; Alejandro dejó de escuchar.
Interrum