—¡Enzo Hernández!
—Entiendo perfecto cómo te sientes —se apresuró él—. No dije que me desentienda; averiguaré dónde está Luciana. Mientras tanto te ruego… ¡no la abandones! Te lo suplico.
Hizo una pausa y añadió: —Y… gracias.
Colgó.
Alejandro apretó el teléfono; la cabeza le palpitaba.
¿Rogarle? ¿Agradecerle? Luciana era su mujer; no necesitaba súplicas ajenas.
¿O acaso entre ella y Enzo hubo… algo?
Cerró los ojos un instante. Pasara lo que pasara, fue en los tres años en que él la perdió; la culpa era suya.
—Luci, aguanta. Espérame.
***
En cuanto colgó, Enzo marcó otro número.
Respondieron al primer tono.
—Vaya, qué milagro que me llames.
—Carolina Romero. —Frunció el ceño—. ¿Fuiste tú? ¿A dónde te la llevaste?
—¿“Luciana”? —Carolina soltó una risa helada—. Qué cariñoso suena.
—Déjate de juegos —gruñó él—. Te pregunto ¿dónde está?
—¿De qué hablas? No entiendo…
—¿No entiendes? —Enzo bufó—. Sólo tú eres capaz de algo tan enfermo… y de ejecutarlo.
—Exacto. —No pensaba negarlo—. Fui yo, ¿