Desde el coche hasta el embarcadero no había más que un corto tramo.
Alejandro calculó que a Luciana le tomaría un suspiro recorrerlo, pero pasaban los segundos y ella no salía. Se removió: algo —no sabía qué— le hacía cosquillas en el estómago.
¡Bum!
Un estruendo brutal, como si el cielo se abriera, sacudió la noche. A Alejandro se le aflojó todo; por un instante vio negro y, de pronto, un cuerpo se le lanzó encima.
—¡Ale!
Era Juan. Rodaron por el suelo, alejándose del muelle. El aire se llenó del olor picante a humo.
Cuando por fin se detuvieron, Alejandro alzó la vista. La imagen le arrancó un grito ahogado:
el yate estaba envuelto en llamas hasta convertirse en un monstruo de fuego y humo.
—Lu… Luciana… —la voz le tembló; la sangre abandonó su cara.
Se incorporó, trastabilló hacia el muelle y rugió:
—¡Luciana!
—¡Alejandro! —Juan lo atrapó—. ¡No se acerque, es peligrosísimo!
Más allá de la metralla ardiente, ¿de qué serviría acercarse? ¿Y si la embarcación explotaba de nuevo?
—¡Simó