68: Entre la espada y la pared.
[Ginevra]
El sol de la mañana se colaba por los ventanales y cortaba el cuarto en franjas pálidas; el aire estaba frío y yo me sentía envuelta en un caparazón de sábanas que no lograban calentarme. Los días se habían estirado como una espera sin fin y, aunque él no me había forzado a nada todavía, vivía con la certeza de que en cualquier momento entraría en esta habitación. La incertidumbre me devoraba: no sabía cómo reaccionaría entonces, tenía miedo y, junto a ese miedo, un rechazo que se pegaba a la piel. Besar a Portelli había sido desagradable; la idea de más cercanía me provocaba náuseas.
Me removí entre las sábanas y miré al techo, fijándome en esa grieta que nunca antes me había molestado. Había elegido este camino en algún punto —o así me lo decía para no desmoronarme— y debía afrontarlo, por más que cada fibra de mi cuerpo pidiera huir.
Un golpe seco en la puerta me sobresaltó; el chirrido del cerrojo al abrirse se quedó flotando en la habitación. Portelli entró con la co