Francine se daba vueltas en la cama, la sábana enredada entre las piernas y el celular firme entre las manos.
La pantalla parpadeaba, iluminando el cuarto a oscuras. Ninguna notificación. Ningún mensaje. Nada.
Resopló y dejó el aparato sobre la almohada a su lado.
Intentó convencerse de que no estaba esperando nada, de que Dorian probablemente estaba ocupado… o durmiendo… o en alguna reunión con un billonario aburrido que usaba tirantes y hablaba despacio.
Pero no coló.
Francine repasó mentalmente cada segundo del abrazo con Filipe y, sobre todo, el instante exacto en que soltó al pobre al ver el auto negro entrando a la mansión.
Dorian lo había visto. Se notaba en sus ojos. Esa frialdad repentina, ese saludo mecánico… ella lo conocía bien.
—Mierda.
Se sentó en la cama y apretó la almohada contra el pecho.
—¿Me pasé? ¿Pensará que… que hay algo con Filipe?
Miró el celular otra vez. Nada.
—Vale. Ahora va a hacerse el egipcio.
Apenas volvió a acomodarse cuando escuchó el leve crujido de