La Lumbre del Comienzo

A veces, en medio de una conversación cualquiera, Julia cerraba los ojos y regresaba a esa primera tarde. Podía sentir el hormigueo en el pecho, la mezcla de nervios y euforia de cuando vio a Álvaro por primera vez, hace ya más de una década. Aún era una estudiante de veintitrés años, una becaria hambrienta de oportunidades, sin más riquezas que su talento y un diccionario mental de palabras complejas para sonar segura.

Todo empezó en un auditorio frío, con sillas plegables, olor a café barato y galletas de cortesía. La Universidad había organizado una charla sobre innovación tecnológica y emprendimiento en América Latina. Ella, que estaba cursando los últimos semestres de Diseño y Comunicación Visual, se anotó porque necesitaba puntos extra y, en el fondo, ansiaba ver algo distinto a los muros agrietados de su barrio.

El nombre del ponente no le sonaba: Álvaro Rivas. CEO de una start-up emergente que trabajaba en algo con inteligencia artificial. Hasta ese momento, IA era un concepto que ella asociaba con películas de ciencia ficción, pero cuando aquel hombre subió al escenario, la sala entera cambió de temperatura.

Vestía de forma sencilla pero impecable: camisa azul marino arremangada, sin corbata, jeans oscuros y unos zapatos italianos que brillaban discretamente bajo la luz del proyector. Alto, seguro, y con una sonrisa que no pedía permiso. Su voz tenía un ritmo hipnótico, como un río que avanza sin tropiezos. Pero lo que realmente la impactó fue cómo miraba a la audiencia. Como si cada persona en esa sala tuviera algo que él podía transformar. Como si el futuro le perteneciera.

—“Las grandes ideas no nacen en oficinas con vista al mar —decía—, nacen en barrios donde la luz se corta cada semana. En mesas de cocina con más papeles que platos. Lo que ustedes llaman escasez, yo lo llamo laboratorio.”

Julia, sentada en la tercera fila, sintió que esas palabras no eran discurso: eran espejo.

Esa tarde, al terminar la charla, lo esperó. No para pedirle una selfie ni para elogiarlo, sino para agradecerle. Quería decirle que había sentido algo profundo en su discurso. Que alguien al fin había hablado con respeto de los orígenes humildes sin romantizarlos. Cuando se acercó, Álvaro hablaba con un profesor, pero notó su presencia.

—¿Querías decirme algo? —preguntó, girándose hacia ella.

Tragó saliva, nerviosa.

—Solo… agradecerte. No todos los días una se siente validada en su pobreza.

Él sonrió con ternura, como si entendiera exactamente a qué se refería.

—No es pobreza si hay talento. Solo es una etapa previa al éxito.

Conversaron durante cinco minutos. A ella le parecieron cincuenta. Él le preguntó por su carrera, por sus intereses, por qué estaba en esa universidad. Ella le habló de su beca, de sus ganas de montar una agencia, de cómo había aprendido Photoshop antes de tener una computadora propia. Él le entregó su tarjeta al final.

—Mándame tu portafolio. Me gusta la gente que camina descalza y aún así no se detiene.

Una semana después, ella estaba en la recepción de las oficinas centrales de ASTRIX. No lo podía creer. Había enviado un correo con su portafolio, y menos de 24 horas después, el empresario le respondió personalmente, invitándola a presentar una propuesta para una campaña interna de identidad visual.

Lo recuerda con una nitidez que duele: el olor a café tostado en la oficina, el reflejo del sol en los ventanales, el ascensor de vidrio. Y a Álvaro, recibiéndola en persona.

—Bienvenida, Julia —le dijo, pronunciando su nombre como si lo saboreara.

Trabajaron juntos esa semana en una propuesta para renovar la identidad de marca. Ella dibujaba, presentaba bocetos, defendía ideas con una pasión que ni ella sabía que tenía. Él la escuchaba, la cuestionaba con inteligencia, pero también la admiraba. Se notaba.

La atracción no tardó en colarse entre las reuniones. Era leve, elegante, como el primer hilo de una telaraña invisible.

Una noche, después de una jornada larga, Álvaro la acompañó al ascensor.

—¿Quieres que te lleve? —preguntó. Ella negó con una sonrisa.

—No quiero que pienses que busco favores.

Él no insistió. Pero al día siguiente, la estaba esperando en la puerta del edificio con un café en la mano.

—No es un favor —le dijo—. Es una invitación a confiar.

La relación empezó entre líneas, en cafés compartidos, en correos que se extendían más allá del trabajo. Una conexión mental poderosa que pronto se transformó en algo más corporal. Cuando se besaron por primera vez, no fue impulsivo. Fue inevitable.

A los dos meses, él le ofreció una posición fija en el departamento de diseño de ASTRIX. Ella dudó, pero aceptó. Poco después, le pidió que fuera su pareja. Su novia. Fue directo, como todo en él.

Tenía miedo de lo que diría la gente, de lo que implicaba para su carrera, de lo que pensaría su familia.

Pero Álvaro tenía una habilidad única: convertir el miedo en motor.

—Tu historia y la mía pueden construir algo poderoso —le dijo una noche—. Nadie se atreve a mezclar fuego y mármol. Pero si lo hacen bien… crean escultura.

Ella aceptó.

Con el tiempo, él le propuso matrimonio. Fue en Cartagena, durante un viaje relámpago. Ella no estaba segura. No por falta de amor, sino por exceso de conciencia. Sabía que se estaba casando con un hombre que era un mundo distinto. Que ese mundo podía tragarla entera o impulsarla al cielo.

La boda fue impecable. Medios, empresarios, influencers. Ella, vestida de blanco, era el símbolo perfecto de la superación. Nadie hablaba de su madre enfermera o su padre conductor de autobús. Solo se mencionaba su “extraordinaria visión creativa” y “la capacidad de Álvaro para descubrir diamantes”.

Vivieron los primeros años entre viajes, lanzamientos, noches de champagne. Risas en yates, conversaciones brillantes. Él le regaló la agencia como obsequio de aniversario. “Para que crezcas sin mi sombra”, le dijo. Aceptó, con esfuerzo, con talento- y con una cuota cada vez mayor de soledad.

Porque, mientras más crecía la empresa de él, más se alejaba su cuerpo, su tiempo, su mirada.

El silencio fue entrando despacio, como humedad en una pared.

Primero dejaron de contarse cosas pequeñas.

Luego dejaron de tocarse.

Después, de desearse.

Y al final, lo único que compartían eran compromisos y direcciones postales.

Julia regresó al presente cuando el sonido de la cafetera automática terminó su ciclo con un suspiro. Estaba en la oficina. Había dejado vagar su mente entre documentos, mensajes pendientes y ese recuerdo viejo que cada vez volvía más nítido. Álvaro, su origen. Su entrada a otro universo. Su maestro. Su amante. Y ahora, su extraño compañero de casa.

Suspiró.

Gaby entró en la oficina con una carpeta en la mano.

—Confirmado Pablo Duarte para mañana. Diez en punto. Me escribió y parece encantador.

—Perfecto —dijo Julia, retomando su profesionalismo—. Que prepare algo para mostrar. Quiero ver si tiene hambre.

Gaby arqueó una ceja.

—¿Hambre de qué tipo?

Julia no respondió. Solo sonrió, leve. Como si esa sonrisa supiera algo que aún no se podía decir.

Esa noche volvió a casa temprano. Álvaro estaba en su estudio. No se saludaron. Ella subió a su habitación, se quitó los tacones y caminó descalza por la alfombra de su vestidor. Sacó del fondo del cajón una fotografía antigua: ella y Álvaro, en Cartagena, recién casados, riendo con el viento. Su versión más inocente. Más luminosa.

La sostuvo un rato.

Luego la dejó boca abajo.

Y se fue a dormir.

Esa noche se quedó sentada frente al tocador con el rostro apoyado en la palma de la mano, desmaquillada, con el cabello recogido en un moño alto y la bata de satén cayendo por un hombro. Se veía en el espejo, pero no se reconocía del todo.

Por años había fingido con precisión quirúrgica. La mujer segura. La esposa perfecta. La empresaria brillante. La anfitriona de cenas impecables con mujeres que hablaban de pilates, vacaciones en Aspen y clínicas de fertilidad como si fueran rutinas de limpieza facial. Julia asentía, sonreía, brindaba. Nunca contaba que su madre seguía trabajando en turnos nocturnos y que su hermano menor había abandonado la universidad para cuidar a su padre enfermo. Callaba las raíces. Las escondía como si fueran un pecado antiguo.

—¿Y si este no era mi lugar desde el principio? —se preguntó en voz baja, casi como una confesión al reflejo.

Pero no podía renunciar. No después de todo lo que le costó llegar ahí. No después de todo lo que había sacrificado.

Mientras apagaba la lámpara de noche, pensó en la entrevista del día siguiente. El diseñador cubano. Otro que llegaba con hambre, con acento extranjero y ojos probablemente llenos de historia. La idea la inquietaba. Le removía algo que no sabía nombrar aún. Tal vez porque sentía que ese encuentro marcaría el principio de algo. No sabía si sería una amenaza o un salvavidas, pero su intuición, que nunca le fallaba, ya comenzaba a vibrar.

Y aunque aún no lo sabía, esa vibración era el eco sutil de una grieta formándose.

Una grieta por la que, muy pronto, se colaría el deseo, la culpa… y una nueva versión de sí misma.

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