“Y en medio de la guerra, nació la luz”
El aire olía a hospital, a desinfección y a ansiedad.
Pero también a promesa.
Julia tenía los dedos entumecidos de tanto apretar la mano de la enfermera. Las contracciones habían comenzado de madrugada, sigilosas como una revelación. Álvaro no estaba allí. Y aunque habían hecho el pacto de estar juntos por el bien del bebé, Julia decidió no llamarlo.
Esta vez, quería estar sola.
No por orgullo.
Por paz.
Y porque había entendido, como le dijo Maya, que su hija no venía a llenar sus vacíos, sino a enseñarle a vivir con ellos.
Los gritos no fueron suaves.
Fue un parto largo. Un desgarramiento físico… y emocional.
Pero entre cada empuje, Julia sentía que se iba despidiendo de la mujer rota que fue.
Que con cada dolor que cruzaba su pelvis, iba muriendo un viejo miedo y naciendo algo nuevo: el coraje.
Y entonces, el llanto.
Una bocanada de vida estalló en la sala como una flor salvaje.
Y fue tan agudo, tan puro, que las lágrimas brotaron de los ojos