El Primer Cruce

La mañana amaneció con una claridad extraña, como si el cielo hubiese decidido despejar cualquier sombra para que todo fuera visto sin filtros. Julia llegó temprano a la agencia. Como siempre, fue la primera en entrar. Revisó los correos con un café doble en la mano y una mezcla de expectativa y escepticismo latiendo en el estómago.

Gaby se asomó por la puerta puntual a las 9:57. Traía su tablet y una sonrisa insinuante.

—Está aquí —dijo, bajando la voz—. Y es… otro nivel.

Julia alzó una ceja sin despegarse del monitor.

—¿Otro nivel de talento?

—Otro nivel de todo —respondió la secretaria con una risita antes de desaparecer.

A las 10 en punto, escuchó tres golpes suaves en la puerta. Se giró, aún sin imaginar que su vida —hasta ahora cuidadosamente medida, controlada, administrada como un negocio rentable— estaba a punto de incendiarse.

Él entró con paso firme, sin arrogancia. Morena la piel, ojos de un verde indescriptible. No esmeralda, no oliva, no jade. Verdes como una jungla en lluvia. Alto, delgado pero sólido, con una chaqueta de lino color beige arremangada hasta los codos. Sus labios bien definidos y una barba corta que apenas enmarcaba su mandíbula.

—Señora Julia —dijo con acento caribeño marcado y un respeto natural—, un placer conocerla en persona.

Señora. A sus 32 años, la palabra le sonó ajena. Más aún viniendo de él.

—El gusto es mío —respondió, estrechándole la mano.

El contacto fue eléctrico. Breve, pero lo suficiente para sentir el calor de sus dedos. Su perfume era suave, masculino, con una nota de vainilla que le recordó a un rincón de su infancia que ya no sabía ubicar.

—Pablo Duarte —dijo él, sentándose frente a ella—. Gracias por la oportunidad.

—Aún no te la he dado —replicó ella con una media sonrisa profesional, pero sus ojos ya lo estaban examinando como si fuera una pieza de arte contemporáneo.

Él presentó su portafolio desde su tablet. Deslizaba los proyectos con seguridad, explicando cada diseño con una mezcla de técnica y poesía que a Julia le pareció desconcertante. Hablaba del color como si fueran emociones, de las líneas como si marcaran destinos. Había algo crudo y visceral en su trabajo, pero también una elegancia innata que rompía con todo lo predecible.

Por momentos, dejaba de escuchar las palabras y se perdía en los gestos. En cómo fruncía levemente el ceño al hablar de conceptos. En la forma en que sus manos acompañaban cada explicación, grandes, firmes, de uñas limpias y dedos largos. Le parecía extraño estar tan atenta. Hacía años que no sentía esa clase de interés por alguien, y menos en su espacio profesional.

Cuando terminó la presentación, hubo un silencio breve. Ella lo interrumpió.

—¿Y por qué nuestra agencia? Hay otras en esta ciudad que podrían pagarte más y hacerte menos preguntas.

Él la miró con intensidad.

—Porque ustedes no tienen miedo de mezclar riesgo con buen gusto. Y porque su dirección creativa es femenina, pero no frágil. Me gusta esa combinación.

Julia parpadeó. Sintió el halago, no solo en el ego, sino en la piel. Como si las palabras hubieran sido dichas al oído y no en una sala de juntas.

—Estamos en expansión —dijo, recomponiéndose—. Y necesito a alguien que no solo diseñe, sino que piense desde el deseo.

—Yo diseño desde ahí —respondió él, sin titubear—. Desde el deseo de que algo que no existe, exista. Y que, cuando lo vean, no lo puedan olvidar.

Fue entonces cuando supo que lo iba a contratar. A pesar del conflicto de intereses. A pesar de que su instinto de jefa le decía que había un filo demasiado afilado en todo eso. O quizás precisamente por eso.

Al salir de la oficina, Gaby le lanzó una mirada cómplice.

—¿Y?

—Empieza el lunes —contestó, fingiendo neutralidad.

—Claro. Con esa mirada como para fundirte por dentro… ¿quién no?

La jefa no respondió. Pero esa noche, mientras cenaba sola en la terraza, el rostro de Pablo se le aparecía en cada sorbo de vino. Su forma de mirar. La manera en que la escuchaba sin interrumpirla. Como si cada palabra suya tuviera valor. Como si ella no fuera la esposa de un magnate, sino una mujer real, de carne, de impulso, de hambre.

La soledad no era nueva. Pero ese día se sentía más evidente. Como una silla vacía en una mesa para dos. Como una pregunta sin respuesta.

El lunes, el nuevo integrante del equipo apareció a las 8:45, con una puntualidad casi militar. La secretaria le había asignado una estación junto al ventanal, pero Julia lo trasladó al cubículo más cercano a su oficina, “para integrarlo mejor al equipo creativo”. O eso dijo.

En pocas horas, él se ganó al grupo. Su carisma era natural, sin esfuerzo. No buscaba brillar, pero brillaba igual. Cuando hablaba, todos lo escuchaban. Cuando se reía, la oficina parecía un lugar más cálido.

Pero con Julia, el trato era distinto. Cortés, sí. Profesional, también. Pero había algo bajo la superficie. Algo que ni él ni ella decían, pero que latía cada vez que se cruzaban.

Al tercer día, se lo encontró en la cocina de la agencia, sacando un café de la máquina automática.

—No es como el de Cuba —dijo él, sin mirarla, mientras olía el vaso.

—¿Lo extrañas?

—Se extraña todo lo que te recuerda quién eras.

Ella se quedó en silencio un segundo de más.

—¿Y quién eras allá?

Él la miró.

—Alguien con hambre de libertad. De crear. De tocar otras pieles del mundo.

Julia se mordió el labio inferior. Sintió el peso de esas palabras como un susurro íntimo.

—Pues bienvenido —dijo al fin—. Aquí también hay hambre. De muchas cosas.

Se retiró antes de que la conversación cruzara esa línea que ambos comenzaban a delinear en secreto.

Esa noche, revisó los primeros diseños de él. Eran brillantes. Había una campaña conceptual que interpretaba el lujo desde lo cotidiano: manos arrugadas sirviendo café, bocas imperfectas mordiendo fruta. Belleza desde lo real, no desde lo aspiracional.

Se sintió tocada. Por primera vez en años, alguien le mostraba que la estética también podía ser caricia. Que el diseño podía narrar deseo sin gritar.

Y entonces supo que él no solo sería su mejor fichaje.

Sería su tormenta.

Esa noche, se dio una ducha más larga de lo habitual. El vapor le empañó los pensamientos y los espejos. Se recogió el cabello con una pinza y, aún envuelta en la toalla, abrió su portátil para revisar algunos archivos del día. No por necesidad, sino por buscarlo a él entre los bocetos.

Encontró una carpeta nueva: “Propuesta visual – Cliente LuxeNova – Pablo Duarte”. La abrió. Lo primero que vio fue una ilustración minimalista de una espalda femenina curvada, trazada con una sola línea negra. Era simple, casi inocente… pero la forma en que esa curva insinuaba el inicio de un pecho y el descenso hacia la cadera le erizó la piel.

La siguiente imagen era un prototipo de logotipo: una figura abstracta con formas orgánicas, que al unirlas generaban la ilusión de dos cuerpos entrelazados. “Conexión es deseo” estaba escrito en una tipografía manuscrita al pie. Tragó saliva. Cerró el archivo. Volvió a abrirlo. No era solo buen diseño. Era una provocación.

Se recostó en la cama. Encendió la lámpara tenue. Desde la terraza entraba una brisa suave que levantó la cortina. Cerró los ojos.

Imaginó sus manos. Las de él.

No como diseñador.

Como hombre.

Visualizó ese momento en la cocina de la agencia. Su voz baja. El olor del café. La manera en que evitó mirarla demasiado tiempo. Como si intuyera el riesgo. Como si supiera que, si cruzaban la mirada más de unos segundos, ya no habría vuelta atrás.

No se reconocía pensando así. Siempre tan lógica, tan medida. Pero... él le despertaba algo primario. No solo un deseo sexual. Era más profundo. Era la necesidad de sentirse vista, leída, recorrida con atención. Como si su cuerpo hablara otro idioma, y él supiera traducirlo sin hablarlo.

Se deslizó bajo las sábanas. Se tocó el muslo casi sin pensarlo, como quien explora la superficie de una memoria recién activada. Su respiración se hizo más lenta. Más intensa. No necesitaba nombres, ni escenarios complejos. Solo una presencia.

Pablo de pie en su oficina, con esa camisa ligeramente arrugada, los primeros botones abiertos, el acento suave, esa voz que acariciaba.

Lo imaginó cerrando la puerta tras de sí. A solas.

Su piel contra la de ella. Las palabras suspendidas. La tensión finalmente cediendo a la gravedad de los cuerpos. Sus dedos recorriéndola sin mapa. Como si nunca nadie antes hubiera llegado ahí.

Suspiró. Abrió los ojos. No había hecho nada, pero sentía que había cruzado un límite invisible.

Su pecho subía y bajaba con ritmo contenido. Se sentía viva. Despertando. Peligrosamente alerta.

Y entonces lo entendió: el deseo no era el pecado. El verdadero peligro era que Pablo, sin tocarla aún, ya estaba transformándola.

Al día siguiente se verían de nuevo. Fingirían normalidad. Ella daría instrucciones, él tomaría notas. Todo parecería profesional.

Pero en cada palabra, en cada roce accidental de hombros al pasar por el mismo pasillo, se escribiría un nuevo capítulo.

Uno que ni los mejores diseñadores podrían prever.

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