Mundo ficciónIniciar sesión
Julia escuchó el sonido del portón antes de que el sol terminara de filtrarse por los ventanales. A las 7:14 en punto, como todos los días, Álvaro bajaría las escaleras. Podía medir su matrimonio por los segundos del reloj suizo que él llevaba en la muñeca. Puntual. Frío. Predecible.
El mármol bajo sus pies conservaba un frío elegante, el mismo que se había instalado entre ellos desde hacía años. La mansión olía a café, a silencio y a distancia. Ni un cojín fuera de lugar, ni una palabra de más. Todo perfecto. Todo muerto.
Acariciaba su taza con las yemas de los dedos, intentando sentir algo. La seda de su bata color champán se deslizaba sobre su piel como una caricia que no la tocaba del todo. Era hermosa, lo sabía. Pero esa mañana, frente al reflejo de la piscina, pensó que la belleza también podía ser una jaula.
Cuando Álvaro apareció —traje gris, mirada fija en el teléfono— ni siquiera la vio.
Silencio. El tipo de silencio que suena como un grito contenido.
Ella lo observó unos segundos más. Ese hombre había sido su obsesión, su premio, su pasaporte a una vida sin sobresaltos. Ahora solo era un huésped de paso.
—¿Y tú? —preguntó él sin mirarla—. ¿Cómo va la agencia?
Cuando él se marchó, la casa recuperó su silencio clínico. Julia lo miró cerrar la puerta y sintió que algo dentro de ella también se cerraba.
Pero ese día, algo distinto se movió. No un pensamiento, sino una sensación. Como si una grieta invisible se hubiera abierto en el mármol.
Más tarde, en la oficina, vio el portafolio de un diseñador cubano llamado Pablo Duarte. Y en esas ilustraciones —oscuras, provocadoras, vivas— Julia sintió algo que no recordaba: deseo.
Esa noche, cuando leyó la nota que Álvaro había dejado sobre la encimera —“no me esperes para cenar”— abrió una botella de vino y escribió un mensaje que cambiaría su destino:
“Confirma a Pablo para mañana. Quiero conocerlo.”
Pausa.
“Estoy lista para algo diferente.”
El vino, el silencio y el reflejo turquesa de la piscina la envolvieron como una promesa. Julia no lo sabía aún, pero esa noche no solo se atrevía a conocer a otro hombre.
Julia apagó el cigarro y observó cómo el humo se disolvía en el aire tibio de la noche. No era solo humo; era una despedida invisible, una forma de decirle adiós a la mujer que había sido hasta entonces. Por primera vez en mucho tiempo, no sintió miedo del vacío, sino curiosidad por lo que vendría. El viento movió apenas las cortinas del salón, y por un segundo tuvo la impresión de que la casa respiraba distinto, como si también ella estuviera esperando ese cambio. Entonces lo supo con una claridad inquietante: no bastaba con seguir viviendo. Había llegado el momento de empezar a vivir.







