El mármol del piso irradiaba un frío elegante que contrastaba con el sol cálido que se colaba por los ventanales. La mansión tenía ese tipo de lujo que no hacía ruido: arte colgado con discreta maestría, muebles minimalistas, lámparas de cristal con bombillas de temperatura exacta. Ni un solo objeto fuera de lugar. Ni un cojín ladeado. Ni un vaso mal colocado. Una belleza pulcra, casi clínica.
Julia observaba la piscina desde la cocina abierta al salón. Acariciaba con las yemas de los dedos la taza de café negro que reposaba entre sus manos. Vestía una bata de seda color champán que le ceñía la cintura y dejaba ver la curva de sus clavículas. Su cabello castaño estaba recogido en un moño bajo, con algunos mechones escapándose deliberadamente, como si se negara a ser tan perfecta como el entorno.
Eran las 7:08 de la mañana. En seis minutos, Álvaro bajaría las escaleras. Siempre lo hacía a las 7:14. Con el mismo paso seguro, medido, sin un solo crujido en la madera. Con el celular en la mano derecha, ya conectado a su primera reunión del día. El desayuno, si lo tomaba, era agua con limón y una tostada con aguacate, sin sal. Ella no recordaba cuándo había compartido un desayuno con él donde se miraran a los ojos.
Puntual como un mecanismo de relojería suiza, él apareció. Traje gris antracita, camisa blanca sin una arruga, reloj Patek Philippe que brillaba bajo la luz cálida del comedor. Revisaba su móvil con la concentración quirúrgica de un cirujano antes de entrar a quirófano.
—Buenos días —dijo ella, sin girarse del todo.
—Buenos días —respondió él, caminando directo hacia la cafetera automática.
Ella ya había preparado su taza. Él la ignoró y sirvió la suya. Silencio. El tipo de silencio que no nace del descanso, sino de lo no dicho.
—¿Tienes reuniones todo el día? —su esposa rompió la quietud sin esperar una respuesta completa.
—Sí —contestó él sin levantar la vista—. La pasante de administración cometió un error con los informes del oeste. Hoy tenemos que rehacer toda la proyección trimestral. Luego una videollamada con inversores de Singapur.
Asintió lentamente con el cabello medio recogido, dando un sorbo a su café. Notó que estaba más amargo de lo habitual. O quizá era su lengua la que se volvía más áspera con los años. A veces pensaba que su cuerpo entero se estaba convirtiendo en una superficie rugosa. Que el deseo, como el agua en los charcos, se había evaporado bajo el peso de las rutinas.
—¿Y tú? —preguntó él, sin dejar de mirar el móvil—. ¿Cómo va la agencia?
Una pregunta tan inusual que ella sintió que algo andaba mal.
—Crecemos. Estoy considerando contratar a un diseñador nuevo. El equipo necesita aire fresco.
—Mmm. —No fue una expresión de interés, sino un relleno sonoro que usaba cuando no quería parecer completamente ajeno.
Hubo una pausa. El reloj del comedor marcaba 7:18. Álvaro bebió un sorbo de agua con limón y se dirigió al pasillo que conectaba con el recibidor.
—Me voy. Si necesitas algo, escríbeme.
—Claro.
Se acercó para besarla en la mejilla. Ella no se movió. Fue un roce sin contacto real, como si sus labios tocaran una superficie invisible. Luego el sonido amortiguado de la puerta principal al cerrarse. Y otra vez, silencio.
Julia se quedó de pie en la cocina, mirando su reflejo distorsionado en la superficie del microondas. Por un momento pensó en subir el volumen de la música, poner algo de jazz, o incluso una lista de reproducción con sonidos del océano. Pero no lo hizo. Prefirió sentarse en el sofá del salón con las piernas cruzadas y dejar que el silencio habitara la casa.
En el fondo, sabía que la relación con Álvaro no estaba muerta. Estaba dormida en formol, conservada en un frasco de apariencias y recuerdos antiguos. Lo amó. Sí. Lo admiró con intensidad cuando lo conoció. Él era un orador brillante, un visionario. Tenía una mente ágil, una ambición feroz. Y sobre todo, la capacidad de ver futuro donde los demás solo veían obstáculos.
Cuando se casaron, ella tenía veinticuatro años y una fe ciega en el poder del amor mezclado con las oportunidades. Venía de un barrio donde la gente contaba los billetes antes de entrar al supermercado. Para ella, Álvaro no solo era un hombre; era un pase de entrada a una vida de estabilidad, de elegancia, de altura. Lo amó, sí. Pero también lo eligió.
El problema fue que la vida en la cima se volvió fría. El mármol es hermoso, pero no da calor.
Y luego, los hijos. O mejor dicho: la falta de ellos.
Tres años de pruebas, clínicas, tratamientos. Ovulaciones controladas, calendarios menstruales, inyecciones hormonales. Todo un ciclo de esperanza y frustración. Hasta que llegaron los resultados definitivos: infertilidad masculina. Un diagnóstico frío, irreversible.
Ella quiso hablarlo, buscar alternativas, considerar la adopción. Él cerró el tema como cierra sus negociaciones: con una cláusula de silencio y una firma invisible.
Y así, dejaron de hablar. Luego, dejaron de tocarse. Después, dejaron de imaginar juntos.
Subió lentamente las escaleras. Pasó frente a la habitación matrimonial sin entrar. En cambio, se dirigió al vestidor, donde todo seguía en orden: sus zapatos, sus vestidos, las fragancias alineadas como soldados. Se detuvo frente al espejo. Se quitó la bata. Se miró con detenimiento. La piel seguía firme. Las curvas estaban ahí. Su rostro tenía luz, aunque los ojos ya no brillaban igual.
Entró a la ducha. El agua caliente le cayó como un manto. Apoyó la frente contra la pared de cerámica. Cerró los ojos y pensó en el día anterior. En cómo, durante una reunión en su agencia, uno de los diseñadores la miró de una forma distinta. Un segundo de electricidad en medio del apagón emocional que era su vida conyugal.
A las 10:00 a.m. llegó al estudio. Tenía tres reuniones con clientes, una revisión de campañas y un almuerzo de trabajo. Todo milimétricamente agendado. La oficina era un reflejo de su personalidad: pulcra, moderna, eficiente. Pero con algo más que no tenía su casa: color. Textiles brillantes, plantas naturales, arte latinoamericano.
Su asistente, Gaby, la recibió con su habitual energía.
—Julia, te envié el portafolio del diseñador que te comenté. Pablo Duarte. Es de La Habana. Una bomba de talento. Y, bueno… también una bomba, si me preguntás.
La jefa sonrió, aunque no del todo.
—¿Está en la ciudad?
—Sí. Justo ayer llegó. Me escribió. ¿Quieres que lo agendemos?
—Sí. Para mañana a las diez.
Gaby asintió. Se dio la vuelta para continuar con su jornada. Julia abrió el portafolio digital. Lo hojeó sin mucho interés, hasta que algo la detuvo. Una serie de ilustraciones conceptuales para una campaña de ropa masculina. Colores oscuros, contrastes agresivos, una carga sexual implícita, provocadora. Había vida ahí. Atrevimiento. Algo que no veía desde hacía tiempo.
Cerró el documento.
La palabra “vida” le retumbó por dentro.
Esa noche, volvió a casa a las 7:23 p.m. ´su esposo no estaba. En la cocina había una nota en el móvil de la empleada doméstica: “El señor se fue a una reunión en Santa Anita. Dijo que no lo esperara para cenar.”
Santa Anita. Las carreras.
Suspiró. Se quitó los tacones y caminó descalza por el piso helado. Abrió una botella de vino. No tenía hambre. Sirvió una copa, se sentó en la terraza y encendió un cigarro. Algo que solo hacía cuando él no estaba.
Miró el cielo. Esa franja oscura sin estrellas, como su vida. Como su cama. Como su vientre.
Encendió su celular. Releyó el mensaje de Gaby. Luego escribió algo nuevo:
“Confirma a Pablo para mañana. Quiero conocerlo.”
Pausa.
Y luego, un segundo mensaje, más íntimo. Más honesto. Más suyo.
“Estoy lista para algo diferente.”
Julia terminó su segunda copa de vino sola, envuelta en la brisa tibia de la noche californiana. Observaba el agua de la piscina, estática como un cristal turquesa, y no pudo evitar pensar en cuántas veces se había sentido sumergida, contenida bajo una superficie impecable… sin poder salir a respirar.
Pensó en sus padres, en su infancia en un apartamento de dos habitaciones donde todo era ruidoso, cálido y caótico. Allí se hablaba a gritos, se reía hasta tarde, se peleaba por tonterías y se compartía un solo televisor. No era una vida lujosa, pero había movimiento. Había algo que en esta casa perfecta no existía: pulsos.
Recordó también la noche de su boda. Cómo todos la miraban como una historia de superación hecha carne. La joven becada que conquistaba a un prodigio de la tecnología. Un sueño americano en tacones de diseñador. Todos aplaudían. Nadie preguntaba si había amor, si había verdad. Solo admiraban el barniz.
Desde la terraza, vio el reflejo del interior de la casa. Una sala de diseño, un comedor impoluto, una escalera como sacada de una revista de arquitectura. Y en medio de todo eso, su silueta: elegante, sí. Hermosa, quizás. Pero sola. Atrapada en una vitrina de cristal.
Se levantó, apagó el cigarro y recogió su copa. Al pasar junto al gran espejo del vestíbulo, se miró detenidamente. Se acercó y colocó su mano sobre el vidrio frío. Era una mujer en pausa. Una obra inconclusa. Una pregunta sin responder.
—Algo tiene que cambiar —susurró, como un mantra.
Esa noche durmió sola. Álvaro no volvió hasta casi el amanecer. Pero ella ya no soñaba con él.
Soñaba con volver a respirar.