Pablo no dormía.
No desde hacía semanas. Tal vez meses.
La recuperación de sus heridas físicas avanzaba, sí.
Pero las otras... esas que se le habían incrustado en el alma, supuraban en silencio. Como virus dormidos que despertaban en la oscuridad. Se movía por las sombras con el sigilo de un espectro, armado con rabia y una mente que no descansaba. Todo lo cuestionaba. Todo lo sentía ajeno.
Desde el callejón donde casi perdió la vida, Pablo no solo había salido con los huesos rotos y el rostro marcado, salió también con una visión deformada del mundo. Como si el velo se hubiera rasgado y lo que había detrás fuera insoportable.
Vivimos en una Matrix, pensó.
Y no, no era una fantasía. No era ciencia ficción.
Era real. Una prisión sin barrotes. Un laberinto mental.
Las personas caminan por las calles creyendo que eligen, que aman, que deciden. Pero no hacen más que repetir lo que han sido programadas a hacer. Se aferran a lo que ven en una pantalla, a las imágenes brillantes que otros le