Mientras la ciudad ardía en sus pantallas, mientras los nombres de magnates, políticos y ejecutivos caían como piezas de dominó en las portadas digitales… muy lejos del ruido, en un barrio antiguo donde el tiempo parecía moverse más lento, Doña Ana regaba sus plantas en el patio trasero con una parsimonia que rozaba la terquedad.
—No me mires así, muchacho. Estas flores no se cuidan solas —le dijo a Marcelito, que la observaba desde la sombra del limonero con una expresión entre cansada y curiosa.
El niño ya no era el mismo que Julia recogió aquella noche de espanto. Había crecido rápido, con la piel endurecida por lo vivido y los ojos aún brillando como si supiera algo que el mundo había olvidado.
—¿Y si se acaba todo? —preguntó de golpe, sin mirarla—. ¿Si se cae la ciudad y todo se vuelve ceniza?
Doña Ana dejó la regadera a un lado. Se secó las manos con el delantal y se sentó junto al niño.
—Entonces empezamos otra vez. Con una maceta, una semilla y una oración.
Marcelito bajó la m