La lluvia seguía golpeando los cristales como si el mundo exterior intentara abrirse paso a la fuerza en el interior de ella. Pero en su pecho, el aguacero era otro: tibio, palpitante, íntimo. Tenía aún el teléfono entre las manos, con el mensaje de Pablo flotando en la pantalla. No respondió. No hacía falta. Bastaba con sentir ese vértigo silencioso que precede a un salto.
Esa misma tarde, cuando llegó a la agencia tras cambiar el neumático y secarse lo mejor que pudo, lo vio en la oficina del fondo, trabajando con los auriculares puestos, la concentración marcada en la línea de su mandíbula. Pablo. Esa era la única palabra que su cuerpo reconocía en ese momento. Todo lo demás se disolvía.
Cerró la puerta de su despacho tras ella. Se miró al espejo de su bolso. Se retocó los labios con un leve rojo vino, discreto pero sugerente. Su reflejo parecía el de otra mujer. Más viva. Más peligrosa. Más ella misma.
No pasaron ni diez minutos antes de que le enviara un mensaje.
“Ven a mi oficin