El sonido del molinillo de café fue el primero en romper el silencio matutino de la casa. Doña Ana lo giraba con paciencia, como cada mañana desde hacía ocho años. Mientras el aroma del grano tostado invadía la cocina, ella ya había preparado el desayuno: huevos revueltos con cebollín, pan caliente y fruta picada con unas gotas de limón. A las 6:30 a.m., la mesa estaba servida como un ritual inquebrantable.
Julia bajó las escaleras con el rostro semioculto entre su cabello suelto. Sus pasos eran lentos, su cuerpo ligero como si flotara en pensamientos ajenos. Se sentó sin decir palabra y tomó la taza de café que la esperaba humeante en la cabecera.
—Gracias, Doña Ana —dijo en voz baja.
—Con gusto, mi niña —respondía la mujer con su tono materno, ese que había adoptado desde que los acompañaba, casi como una sombra fiel.
Doña Ana llevaba en esa casa más tiempo del que podía contar con sus manos. Había visto a Julia casarse, montar su agencia, crecer, sufrir. También había visto a Álvaro transformarse: de un joven ambicioso y galante a un hombre ausente, cada vez más encerrado en sus pantallas y apuestas.
El crujir del pan tostado fue el siguiente sonido en el salón silencioso. Julia comió despacio. El celular vibró sobre la mesa, pero no lo tomó. Sabía que era Pablo. Su nombre aparecía con frecuencia creciente en su pantalla. Y en sus pensamientos. Aún no sabía si responder era encender un fuego o intentar apagarlo.
—Se ve cansada, señora Julia. ¿Durmió bien?
Entonces levantó la vista hacia Doña Ana. Esos ojos sabios, ligeramente humedecidos por la edad, le hablaban sin juicio, solo con la firmeza de quien ha vivido demasiado.
—He estado con muchas cosas en la cabeza. El trabajo, la agencia, Álvaro... —La voz se le apagó como una vela al final del pabilo.
La ama de llaves asintió. No hacía falta preguntar más.
—A veces, cuando uno está muy lleno por dentro, hay que soltar aunque sea un poco. Para no reventar.
Julia sonrió con tristeza. Esa mujer sabía decir tanto con tan pocas palabras.
El reloj marcaba las 7:15 cuando entró en la cocina un niño de no más de seis años, con los rizos despeinados y una camisa de dinosaurios que le quedaba un poco grande. Marcelito.
—Buenos días, abuelita... —dijo mientras se frotaba los ojos.
—Buenos días, mi rey —respondía Doña Ana con una sonrisa que le iluminaba el rostro.
Julia lo miró con ternura. Hacía meses que el niño se había vuelto parte de la rutina en casa. No era hijo de Doña Ana, sino nieto. Su madre, sumida en las drogas, lo había dejado una noche y nunca regresó. Desde entonces, esa casa, que parecía tan grande y fría, había cobrado una nueva vida con sus risas y preguntas.
Marcelito subió a una silla y comenzó a untar mantequilla en una rebanada de pan. Julia lo observó con una mezcla de nostalgia y deseo. Qué fácil parecía todo con él. Y cuán distante se había vuelto su sueño de ser madre.
Doña Ana notó la mirada larga de Julia. Se acercó a ella y, con la voz baja, dijo:
—Es un niño bueno. Ha pasado cosas que no debería vivir ningún angelito, pero tiene un corazón limpio. Como los de antes.
Ella asintió sin responder. En ese momento no supo por qué sintió ganas de llorar.
Afuera comenzaba a llover. Otra vez. Como si el clima también supiera que algo se removía en los cimientos de esa casa perfecta en apariencia, pero llena de fisuras internas.
La puerta principal se abrió con fuerza. Era Álvaro. Traía la camisa empapada, el cabello revuelto y el rostro desencajado. Apenas saludó.
—Dónde están mis llaves del depósito? —preguntó sin mirar a nadie.
Su esposa se levantó lentamente. Lo observó. Hacía días que no intercambiaban más de tres frases seguidas.
—En la gaveta del estudio. Donde siempre.
Él afirmó y salió sin decir más.
Doña Ana hizo ademán de intervenir, pero se contuvo. Sabía que esa guerra no era suya.
Entonces suspiró y se volvió hacia Marcelito, que la miraba sin entender.
—Termina tu desayuno, cielo. Yo también tengo que irme.
Y mientras subía las escaleras para vestirse, pensó en cuántas cosas parecían normales solo porque se repetían todos los días.
Pero la rutina, pensó, también puede ser una forma silenciosa de rendirse.
En el cuarto, mientras se cambiaba frente al espejo, Julia repasó mentalmente el itinerario del día. Reunión con el equipo creativo, presentación a un cliente nuevo, revisión de presupuestos. Una jornada como cualquier otra. Pero en su interior, algo hervía. Una incomodidad que no lograba nombrar del todo. Sabía que Pablo la esperaba en la oficina, y solo de pensarlo, su cuerpo se tensaba con una mezcla de culpa y deseo.
El reflejo le devolvió una imagen de cansancio, pero también de firmeza. Estaba rota en muchos pedazos, pero aún no se caía del todo. Y tal vez, pensó, el simple hecho de levantarse cada día ya era una forma de seguir luchando. Por su empresa, por su dignidad, por algo de sentido.
Mientras terminaba de ajustarse la blusa, escuchó que Marcelito reía abajo. Esa risa —cristalina, limpia— le recordó que todavía quedaban cosas puras. Cosas que valía la pena cuidar.
Al bajar, Doña Ana le entregó una bolsa con frutas y un tapper con almuerzo.
—Por si hoy se le olvida comer otra vez —dijo con una sonrisa.
—Gracias No sé qué haría sin usted.
—Seguiría adelante, como siempre. Pero más desordenada.
Ambas rieron con complicidad.
Salió al mundo con el sonido de la lluvia golpeando el parabrisas. A medida que el coche se alejaba de la casa, sintió que dejaba atrás no solo una dirección, sino también una parte de sí misma. Y no sabía si eso era bueno o malo.
Solo sabía que algo tenía que cambiar. Pronto.
El parabrisas del coche barría con insistencia la lluvia que caía sobre la ciudad gris. Julia manejaba con la vista perdida, casi en automático, dejando que las calles la llevaran más que ella a ellas. Había dejado la casa hacía diez minutos, pero no estaba segura de adónde quería ir realmente. A la agencia, sí. Pero también deseaba no llegar nunca.
El silencio dentro del coche era su único refugio. La música había quedado apagada desde el día anterior, cuando una canción le recordó a Pablo y, sin quererlo, sintió un vuelco en el estómago.
—¿Qué estás haciendo? —susurró al volante, como si la respuesta pudiese venir del retrovisor.
Se sentía dividida. Álvaro seguía siendo, en teoría, su compañero de vida, el hombre que la ayudó a salir de la precariedad, el socio de sus metas. Pero en la práctica era poco más que un huésped silencioso. Un desconocido con el que compartía los pasillos.
Y luego estaba Pablo. Su mirada intensa, la forma en que la hacía sentir vista, deseada, viva. Pero también la culpa, la constante presión de estar caminando una cuerda floja sobre el abismo.
¿Era el deseo más fuerte que la lealtad? ¿O simplemente estaba buscando una excusa para escapar de un matrimonio que hacía tiempo se había marchitado?
La lluvia golpeaba más fuerte ahora, como si el cielo también quisiera purgar algo. Julia sintió un nudo en la garganta. Había sido educada para resistir, para ser agradecida, para no traicionar. Y sin embargo, cada vez que pensaba en Pablo, su cuerpo respondía con un anhelo que no podía ignorar.
Recordó a Marcelito untando su pan con torpeza. ¿Y si lo adoptaran? ¿Y si Álvaro...?
Negó con la cabeza. Álvaro no estaba ahí. Ni con ella, ni con nadie. Estaba en otra frecuencia, una en la que solo cabían cifras, hipódromos y pasantes de piernas largas.
Se detuvo en un semáforo y cerró los ojos por un momento. Las gotas resbalaban por el vidrio como si el mundo llorara por ella.
No sabía qué le dolía más: el vacío de su casa o la plenitud culposa que Pablo le ofrecía.
Aceleró cuando el semáforo cambió a verde. Afuera, todo seguía igual. Pero dentro de Julia, algo se estaba deshaciendo.
Y no tenía idea de en qué se convertiría cuando terminara de romperse.
Mientras el limpiaparabrisas seguía su vaivén monótono. Tomó la curva que conectaba con la avenida principal. Sus pensamientos se atropellaban entre sí: el rostro de Pablo, la mirada ausente de Álvaro, las palabras sabias de Doña Ana, y la risa de Marcelito como un eco lejano de algo que nunca tuvo.
Apretó el volante con fuerza, como si eso pudiera devolverle el control de su vida.
Fue entonces cuando lo vio demasiado tarde: un poste bajo, de concreto gris, camuflado por la lluvia y la falta de atención. Julia giró el volante con brusquedad, pero el neumático delantero del lado derecho golpeó de lleno. El coche se estremeció con un sonido seco, como un hueso quebrándose.
—¡Mierda! —gritó, llevándose las manos a la cara.
El auto se ladeó levemente, y el sonido irregular del neumático al girar le confirmó que algo no andaba bien. Se detuvo en la orilla, con las luces de emergencia parpadeando. El agua repiqueteaba contra el parabrisas con más fuerza, como si se burlara de su torpeza.
Se quedó unos segundos sin moverse, respirando hondo, conteniéndose. No era solo el accidente, era todo lo que traía cargando.
Bajó del coche, empapándose en segundos. Se agachó y confirmó lo evidente: el neumático estaba pinchado, la llanta ladeada y raspada. Un hombre desde un quiosco le gritó algo, pero ella no lo oyó. Solo escuchaba el rugido de su interior, ese que no callaba desde hacía meses.
De pronto, le dieron ganas de llorar. No por el auto. Por ella. Por todo lo que había perdido y no sabía cuándo ocurrió. Por ese amor que se había vuelto deber. Por la mujer que era cuando creía que todo era posible.
Se incorporó y se apoyó en el capó, mojada, confundida, agotada. Sacó su celular para llamar a la grúa, pero antes de marcar, vio un mensaje de Pablo.
“Pensando en ti. No me preguntes por qué, pero sé que no estás bien.”
Cerró los ojos. ¿Cómo lo sabía? ¿Qué lo conectaba con ese rincón suyo que ni ella entendía?
Guardó el teléfono sin responder, y mientras la lluvia le corría por el rostro, no supo si lo que sentía era frío... o simplemente miedo de seguir viviendo una vida que ya no le pertenecía.