Era de madrugada. Álvaro se frotaba las sienes mientras las líneas de datos se amontonaban en su pantalla. Llevaba horas navegando por el historial de accesos internos a la red de ASTRIX. Lo que había descubierto no era concluyente, pero sí suficiente para sembrar la semilla de la sospecha.
Lorena, su pasante estrella, su consuelo en noches vacías, había ingresado a carpetas confidenciales sin autorización. Informes financieros, documentos legales, bocetos de una nueva alianza comercial con una empresa canadiense. Lo sabía porque él mismo había creado esos archivos. ¿Por qué querría verlos?
¿Y por qué todo esto ahora?
La idea le revolvió el estómago. ¿Estaba siendo usado? ¿Manipulado?
Recordó la forma en que Lorena lo había abrazado, rota, frágil, vulnerable… o al menos eso creyó. Una lágrima sobre su camisa, una disculpa que se deslizaba entre besos dulces y suspiros lentos. ¿Era real? ¿O parte de un guion perfectamente ensayado?
Encendió un cigarro, pese a que no fumaba desde la universidad. Estaba cruzando una línea. En realidad, ya la había cruzado. Y no solo una.
Julia.
Su nombre le mordía la conciencia como una espina vieja que se niega a cicatrizar. ¿En qué momento la había dejado de ver? ¿En qué momento comenzó a mirar a otra?
¿Estarían también mirándola a ella? ¿Otro hombre? ¿Una caricia ajena que supliera su abandono?
Le bastó pensar en ello para sentirse quebrado por dentro. No por celos, no aún… sino por la culpa de haberla dejado ir sin luchar.
—¿Te pasa algo? —preguntó Pablo esa mañana, recargado en el marco de la puerta, con el café en la mano y los ojos estudiando cada músculo de Julia—. Estás rara desde que llegaste.
Ella levantó la mirada desde su pantalla. La luz del monitor proyectaba sombras en su rostro. Se le notaba el cansancio, pero también otra cosa: miedo. Miedo a perder el control.
—Estoy… —suspiró, apartando la mirada—. Estoy desbordada. Álvaro me envió flores ayer. Una nota de esas que… que te empujan a pensar en lo que se está rompiendo.
Él se acercó lentamente. Le apartó un mechón de cabello con delicadeza.
—¿Y tú quieres que eso se repare?
Ella tardó en responder.
—No lo sé. Parte de mí quiere… cerrar todo. Pero otra parte… siente que este mundo que he construido contigo me pertenece más que cualquier otra cosa.
El beso fue contenido, casi triste, más que lujurioso. Como si supieran que cada minuto juntos estaba hipotecado a una realidad que no les pertenecía del todo.
Afuera, dos diseñadores cuchicheaban cerca de la máquina de café. Nadie decía nada directo, pero las miradas comenzaban a pesar. Demasiado contacto visual, entradas y salidas en horarios similares, puertas cerradas demasiado tiempo. Los rumores sonaban como tambores ahogados.
Al otro lado de la ciudad, Andrey sostenía un vaso de vodka con una calma estudiada. Estaba sentado en un lujoso apartamento con vista al río Hudson. Lorena estaba de pie, frente a él, con los brazos cruzados y un vestido corto que dejaba al descubierto las intenciones.
—¿Te estás encariñando de verdad o solo es teatro? —preguntó él sin rodeos.
Ella alzó una ceja.
—¿Te preocupa eso?
Andrey bebió.
—Me preocupa que dejes de pensar con la cabeza. Este no es un juego, Lorena. Álvaro es solo el primero. Queremos enviar un mensaje: que la ilusión de éxito americano en este país es frágil. Que el control está cambiando de manos.
—Lo sé. Pero hacerlo caer emocionalmente no será suficiente si no le quitamos lo que más valora.
—¿ASTRIX?
—ASTRIX… y su imagen. Necesitamos exponerlo. Necesitamos que se vea débil. Frágil. Corrupto, incluso. Nadie invierte en hombres rotos.
Andrey se inclinó hacia ella.
—Entonces juega con su orgullo. Gánate su confianza. Haz que sienta que sin ti no puede avanzar. Y cuando te lo entregue todo…
—… lo dejamos caer.
Esa noche, Álvaro decidió enfrentar a Lorena. O, al menos, tantear terreno.
—¿Estás bien últimamente? —preguntó, mientras ella fingía revisar unos papeles.
—Sí, por qué… ¿he hecho algo mal?
Él la observó. Había miedo genuino en su voz. ¿O era parte de la actuación?
—No. Solo… a veces tengo la sensación de que hay cosas que no me cuentas.
Ella se acercó. Lo tomó de la mano. Sus dedos eran suaves, cálidos.
—Estoy aquí porque confío en ti. Porque tú… eres lo único real en mi vida ahora mismo.
La besó, buscando respuestas en sus labios. Pero solo encontró más preguntas.
Julia llegó tarde a casa otra vez. El perfume de Pablo aún le cosquilleaba en el cuello. Doña Ana la miró desde la cocina, sin juzgar, pero con esa expresión que decía más que mil sermones.
—Te guardé cena —dijo simplemente.
Pero ella no comió.
Subió al cuarto. Encontró la cama vacía. Álvaro no había regresado aún. O quizá, simplemente, ya dormía en otro lado.
Abrió el cajón. Encontró una foto vieja de su boda. Ambos sonreían, sin reservas, sin máscaras. Dos personas que aún no sabían de las fracturas que vendrían.
La devolvió al cajón. El pasado no servía de consuelo.
En la madrugada, Álvaro despertó otra vez. Otro mensaje lo esperaba en su bandeja:
“Has confiado en la persona equivocada. Y tu empresa no será tuya por mucho tiempo más. -A”
No había firma completa. Solo esa maldita letra. A.
Andrey.
Sintió una corriente fría recorrerle la espalda. Sabía que esto era solo el principio. Y ya no podía seguir en silencio.
A la misma hora, Pablo se duchaba en su pequeño apartamento. Pensaba en ella. En cómo cada vez le costaba más verla partir después de cada encuentro. En cómo deseaba poder decirle: quédate.
Pero no podía. Porque ella no era completamente libre. Y él no era tan ingenuo como para creer que el amor bastaba.
El espejo del baño estaba empañado por el vapor, pero no lo suficiente como para ocultarle el rostro que tenía frente a él.
Álvaro se quedó allí, apoyado con ambas manos sobre el lavabo de mármol gris, observando los surcos que le recorrían el rostro como pequeñas cicatrices del tiempo. El reflejo le devolvía una versión de sí mismo que ya no reconocía. Ojeras pronunciadas. Cejas tensas. Piel opaca. Era un hombre que alguna vez había creído tenerlo todo. Un hombre que ahora se desmoronaba en cámara lenta, sin que nadie —ni siquiera él— supiera cómo detener la caída.
Una gota de sudor le rodó por la sien. O tal vez era una lágrima. Ni siquiera lo sabía. Ni siquiera le importaba.
Los últimos días lo habían transformado. El secreto en los ojos de Lorena. Las señales de un sabotaje silencioso en ASTRIX. Las palabras no dichas con Julia, el silencio que gritaba cada vez que entraba a su casa y ya no olía a hogar.
Volvió a mirar su reflejo. ¿Dónde quedó el hombre visionario, el líder admirado, el esposo devoto?
Lo que veía ahora era otra cosa.
Un sobreviviente. Pero al borde del abismo.
Entonces, vibró su celular.
La pantalla iluminó brevemente la penumbra del baño. Número desconocido.
Deslizó para contestar.
—¿Diga?
Silencio. Un zumbido muy leve.
Luego, una voz. Masculina. Grave. Fría. Con un acento espeso, reconocible.
—¿Dormiste bien, Álvaro?
El corazón se le detuvo un segundo.
La voz continuó, lenta, como un cuchillo afilado deslizándose por su cuello.
—Espero que estés listo. Tu mundo está a punto de cambiar.
La línea se cortó con un clic seco.
No había más.
Álvaro bajó lentamente el teléfono. No parpadeaba. No respiraba.
Su reflejo en el espejo ya no era solo el de un hombre cansado. Era el de alguien que acababa de ser marcado. Como una presa. Como una advertencia.
Se apoyó contra la pared, el pecho subiendo y bajando sin ritmo. Los latidos le retumbaban en los oídos como un tambor de guerra.
Porque eso era.
Una guerra. Y acababa de comenzar.
Y él, por primera vez en años… no sabía si estaba preparado para pelearla.
Llegó a la casa al amanecer. Tiró las llaves sobre la consola del vestíbulo y se quedó ahí un instante, mirando hacia la penumbra del salón.
Desde la cocina, Julia lo oyó. Había servido unos huevos revueltos con la intención de compartirlos con él si llegaba antes de que ella saliera- ya empezaba a enfriarse. En parte era la inercia de una costumbre antigua que ya habían perdido. Algo que hacía sin pensar, como tantas otras cosas últimamente.
Él entró sin saludar.
—Llegas tarde o temprano, ya no sé —dijo ella, sin mirarlo, mientras cortaba una rodaja de pan.
—Estoy trabajando, Julia. La empresa no se maneja sola —respondió con tono seco.
Ella lo miró de reojo, luego dejó el cuchillo con firmeza sobre el plato.
—¿Y también trabaja con escote? —preguntó, afilada, sin levantar la voz—. Porque vi tu foto con la pasante. Esa, Lorena. Muy… sonriente, muy cerca.
Álvaro frunció el ceño. Cerró la puerta de la nevera con fuerza.
—¿Me estás espiando?
—Te estás dejando ver. Como si no te importara. Como si quisieras que lo sepa —lo enfrentó, caminando hacia él—. ¿Es eso lo que estás buscando, Álvaro? ¿Provocarme?
Él la miró por un segundo, sus ojos rojos de cansancio y rabia contenida.
—¿Y tú? ¿No te has mirado últimamente? Andas distante, distraída. ¿De verdad quieres que empecemos a hablar de “provocaciones”?
Se hizo un silencio espeso. Julia se cruzó de brazos. Él también. Dos soldados en trincheras opuestas.
—Algo raro está pasando, Álvaro —dijo ella con un tono más bajo, aunque igual de punzante—. Estás tenso, nervioso. No eres el mismo. ¿Qué está pasando en la empresa?
Álvaro tragó saliva. La letra A le golpeó el paladar como un hierro caliente, pero lo tragó. No podía decirlo. No todavía. —No es asunto tuyo —dijo, seco. Julia dio un paso atrás, herida. —Entonces no finjas que seguimos siendo un matrimonio. Álvaro apretó los puños. El sonido de un trueno resonó afuera. Y en medio de la tensión, de los secretos no dichos, de las miradas esquivas… la tormenta finalmente llegó. Y ninguno de los dos tenía idea de cuánto iba a arrasar.