ALBA
La habitación huele a lavanda y silencio.
Todo es demasiado blanco, demasiado liso, demasiado listo.
Las cortinas están corridas, las ventanas cerradas. Incluso el aire parece planchado. El silencio es tal que cada roce de tela se convierte en un grito. El vestido está colgado frente a mí como una sentencia. Tul marfil, encaje fino, botones nacarados: todo para agradar, todo para atrapar.
La modista murmura, se afana a mi alrededor. Ella engancha, mide, retrocede, silba un cumplido que traga de inmediato al cruzarse con mi mirada. Siente que aquí se juega a otra cosa, que este cuerpo que viste es un arma más que una prometida.
Mi madre está allí, sentada a distancia. Erguida como un veredicto. Las piernas cruzadas, las manos sobre sus rodillas como dos piedras. Impecable. Y tan rígida que se vuelve doloroso de mirar.
No dice nada, aún no.
— Gira un poco el hombro, señorita, susurra la modista.
Yo giro levemente. Obediente. Por hoy.
El espejo me devuelve una imagen manipulada. Una