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Capítulo 3.- Luna de miel.

Luego de la celebración, Layla y su flamante esposo se despidieron de los invitados. Ella no volvió a cruzarse con Lucius, un alivio que agradeció profundamente. Al llegar a la suite, la pregunta se clavó en su mente: ¿Cómo podría entregarse a Dimitrik, cuando unas horas antes había sido poseída por su tío?

Pero sus palabras cayeron como un balde de agua helada, disolviendo toda expectativa.

—Ve a dormir, Layla. Mañana partiremos a primera hora —ordenó Dimitrik sin siquiera mirarla, mientras se despojaba de su saco y corbata.

A la mañana siguiente, el sol apenas teñía de gris el horizonte cuando Dimitrik fue convocado al estudio principal. Salió de la habitación dejando a su ahora esposa profundamente dormida.

Al llegar a la planta baja de la gran mansión sus pasos lo llevaron directo al despacho, el aire olía a café amargo y a la madera antigua de los muebles que habían pertenecido a su familia por generaciones.

Entró sin tocar la puerta y su mirada se posó directamente en sus padres, sentados con una rigidez aristocrática. Junto a ellos, la abuela Filomena, con su mirada de acero y el rosario de plata enredado en los dedos, presidía sobre la mesa.

—Siéntate, Dimitrik —ordenó su padre—. Dentro de unas pocas horas partes con tu esposa, pero antes, debes grabar esto en tu mente: cada paso que des, cada decisión en este matrimonio, es por el bien de la familia. No somos solo personas; somos un legado.

—Lo entiendo perfectamente, padre —respondió Dimitrik con voz neutra, pero maquinando miles de cosas en su cabeza.

—No basta con entenderlo —intervino su madre, acercándose para ajustar la solapa de su abrigo—. La pureza de nuestra sangre y la continuidad del linaje dependen de ti. Esperamos un heredero pronto. No nos falles.

Tras una larga conversación y una serie de instrucciones por parte de sus progenitores,  éstos se retiraron, dejando un silencio denso en la habitación.

Dimitrik se dispuso a salir, pero la voz rasposa de su abuela lo detuvo en seco.

—¿Hasta cuándo piensas sostener la farsa, Dimitrik? —preguntó la anciana taladrandolo con la mirada.

—¡No sé de qué hablas, abuela!—dijo incrédulo sin saber a qué se refería La anciana, trataba de mantener la voz firme aunque el cuerpo entero le temblara—La boda fue un éxito. 

Filomena se levantó lentamente, sus ojos clavándose en los de su nieto como puñales.

—Hablo de la cuna vacía que vas a heredar a esta familia. Eres estéril, Dimitrik. Lo sé todo.

Dimitri sintió que el suelo se movía bajo sus pies, el color abandonó su rostro y un sudor frío le recorrió la nuca.

—¿Cómo... cómo lo sabes? —susurró, con la voz quebrada por la sorpresa—. He destruido cada informe médico, he pagado a cada especialista para que guardara silencio.

—En esta casa, hasta las sombras me cuentan sus secretos —sentenció ella con una sonrisa amarga, fría y calculadora—. Te casaste con Layla para ocultar tu falta, para usarla de escudo ante el mundo. Pero recuerda: un linaje que no puede engendrar es un linaje muerto. Ten cuidado, porque la verdad es como el agua; siempre encuentra una grieta por donde filtrarse.

Dimitrik salió del estudio con el eco de aquellas palabras martilleando en su cabeza. No sabía cómo la anciana había encontrado la información, pero estaba seguro que no lo iba a delatar, a ambos le convenía mantener el secreto. El problema era: ¿Cómo haría para que su esposa quedará embarazada?

Eso era algo que debía calcular con todo el cuidado del mundo, pero lejos estaba de saber que no iba a necesitar elaborar un plan para obtener su cometido.

Horas después, el yate de lujo anclado frente a la deslumbrante costa de Santorini se alzaba como un sueño turquesa flotando en el Egeo. Era el epítome de una luna de miel perfecta... solo sobre el papel. La realidad era una burla cruel.

Dimitrik se había encerrado en la cabina principal inmediatamente después de embarcar, transformando el camarote nupcial en una fría oficina. Las llamadas de conferencia y el incesante tecleo del ordenador habían estrangulado cualquier promesa de romance.

—Draven Global no se detiene por un matrimonio, Layla —había justificado él con esa sonrisa suya, glacial y puramente profesional.

Mientras el sol se rendía en un estallido de naranjas y carmesíes, Layla se encontró sola en la cubierta. Con una copa de vino en mano, sentía la seda de su vestido ondear al viento, tan vacía como su corazón. Cerró los ojos, y de inmediato, el recuerdo de cómo todo comenzó la asaltó.

Flashback

Layla observa a su padre desde la puerta del estudio mientras él cuelga la llamada con el abogado federal. Sus manos tiemblan, su mirada está derrotada, y por primera vez comprende que el hombre que siempre fue un pilar ahora es un castillo de naipes derrumbándose.

Minutos antes, ella había escuchado el final de la llamada, las palabras del abogado cayendo como sentencias de muerte sobre el escritorio.

—¡Es un error! —había gritado su padre hacia el auricular, con la voz quebrada por la indignación—. He dedicado treinta años a esta empresa con las manos limpias. ¡Jamás he movido un solo centavo que no fuera legal! ¿Lavado de dinero? ¡Eso es una calumnia diseñada para destruirme!

Al colgar, el silencio en el estudio fue ensordecedor. Layla entró lentamente, sintiendo que el aire faltaba.

—Papá... ¿qué está pasando? —preguntó ella, acercándose a la mesa con manos temblorosas.

—No lo entiendo, Layla. El abogado dice que las pruebas son contundentes. Cuentas en el extranjero, mi firma en documentos... —la miró con ojos inyectados en sangre y dolor—. Pero te lo juro por tu madre, yo no hice nada de eso. Alguien me ha tendido una trampa.

En ese momento, el teléfono volvió a sonar. No era el abogado. Era Drako.

Su padre puso el altavoz con un gesto de desesperación.

—Konrad —la voz de Drako Draven el padre de Dimitrik sonó profunda y carente de emoción—, asumo que ya has hablado con tu abogado. Los federales no se detendrán. Mañana mismo estarás esposado frente a las cámaras.

—¡Tú sabes que soy inocente, Drako! —exclamó el hombre, golpeando la mesa—. ¡Tú familia y yo hemos sido socios por años! Ayúdame a limpiar mi nombre.

—Hay una sola forma de salvarte, y no es en los tribunales —respondió la voz al otro lado—. Mi hijo necesita una esposa que solidifique su imágen pública. Si Layla acepta el contrato matrimonial con Dimitrik, mis abogados harán que esas pruebas de lavado de dinero desaparezcan tan rápido como aparecieron. Los Draven absorberán tu deuda y los cargos serán retirados por "falta de pruebas".

Layla sintió un escalofrío. La noticia era clara: si no aceptaban la propuesta de los Draven, su padre pasaría años en prisión por un crimen que no cometió.

—¿Estás pidiendo que venda a mi hija para salvar mi libertad? —preguntó Konrad, horrorizado.

—Estoy pidiendo que asegures el futuro de ambos —sentenció Draven—. Tienes hasta el amanecer para decidir si prefieres el honor o los barrotes de una celda. Draven colgó sin esperar respuesta. Layla miró a su padre, un hombre honesto e íntegro que ahora se veía pequeño bajo la luz de la lámpara. El matrimonio con Dimitrik, el impecable y calculador heredero, dejaba de ser un arreglo y se convertía en una sentencia.

Fin Flashback 

El eco de aquella llamada telefónica se desvaneció, arrastrado por la brisa marina. Layla parpadeó, regresando bruscamente al presente. Ya no estaba en el estudio asfixiante de su padre, sino en la cubierta del lujoso yate de los Draven, navegando hacia su destino bajo un manto de estrellas que parecían tan frías como su propio matrimonio.

El suave balanceo de la embarcación y el sonido del agua rompía el silencio de la noche.

Layla apretó la copa de cristal. El vino tinto, oscuro como la sangre, brillaba bajo la luz de la luna. Se llevó la copa a los labios, buscando en el alcohol tranquilizar su inquietud.

Miró hacia la silueta oscura de la costa que se alejaba. La ironía de su situación era insoportable: se había vendido a una familia de lobos para salvar a un hombre cuya única falta había sido su honestidad. Su padre estaría en libertad, pero ella se sentía más prisionera como si estuviera tras las rejas de una celda federal.

Un pensamiento recurrente la atormentaba mientras bebía: ¿Quién había orquestado realmente la caída de su padre? ¿Habían sido los Draven los salvadores, o habían sido ellos quienes pusieron la soga al cuello de Konrad para obligarla a ella a aceptar el contrato?

Mientras, Dimitri estaba en algún lugar bajo cubierta, encerrado en su propia gélida distancia, ocultando el secreto de su infertilidad que la abuela Filomena había escupido con tanta crueldad esa mañana.

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