Al día siguiente, Layla se sentía muy nerviosa. No estaba segura de dar ese paso, pero no había espacio para el arrepentimiento.El murmullo de los invitados se mezclaba con el suave repique de las campanas. La iglesia estaba adornada con lirios blancos y rosas champagne; el lujo se desbordaba por donde se viera, digno de los Draven.Caminaba por el pasillo central, su suegro a su lado, quien la entregaría en el altar porque su padre no podía; estaba detenido por lavado de dinero, algo que ella aún no terminaba de creer.El vestido de seda y encaje pesaba, no solo por la tela, sino por el significado. Cada paso era un eco de la decisión que había tomado, un eco que resonaba con la promesa que Lucius le había susurrado.Al final del pasillo, Dimitrik esperaba, erguido, impecable en su esmoquin. Su rostro era una máscara de satisfacción, sus ojos fríos buscaban los de ella, pero Layla los desvió. Su mirada, casi por inercia, se deslizó hacia los bancos laterales. Allí estaba. Sentado en
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