El domingo post-gala amaneció con la típica calma de un día libre en Nueva York, aunque mi cabeza era un hervidero cortesía del "me quedo un tiempo" de Maximiliano. La frase se había instalado como un inquilino ruidoso en el apartamento de mi mente.
Intenté refugiarme en la santa trinidad del domingo: pijama, Netflix y brunch mental. Juré solemnemente que ningún ex con belleza caribeña iba a perturbar mi paz neoyorquina.
Ingenua de mí.
La semana laboral fue una carrera de obstáculos de correos y deadlines, levanté mi propio "muro de Trump" digital para mantener a Maxi lejos pero sólo funcionó hasta el jueves por la noche. Andrés, en su cruzada pro-"networking", me arrastró a una galería en Chelsea.
—Habrá buen vino— pensé, un aliciente más poderoso que cualquier discurso motivacional. Lo que no anticipé fue que la obra de arte principal sería: Maximiliano Ferrer, en carne y hueso.
Allí estaba, con su carisma de protagonista de una buena serie, charlando animadamente como si Caracas