El eco helado de la confesión de Sofía se aferraba a mí, tan tangible como el frío húmedo del almacén.
"Tal vez necesité darle un pequeño empujón...".
La imagen de Ricardo cayendo desde la azotea, una imagen que siempre había estado envuelta en la neblina del suicidio, ahora se teñía de una oscuridad siniestra. Sofía... ella lo había hecho. Y ahora, yo era un simple peón en su retorcido juego de venganza contra Maximiliano.
Las horas se habían estirado hasta convertirse en una eternidad silenciosa, rota solo por el latido frenético de mi propio corazón y el lejano susurro del viento colándose por las rendijas de las paredes tapiadas. Después de la explosión de rabia de Sofía, me había dejado sola de nuevo en la pequeña oficina, la puerta cerrada con llave, la oscuridad como un manto opresivo que parecía sofocar cualquier atisbo de esperanza.
Intenté mantenerme alerta, cada sentido agudizado por la adrenalina y el miedo. Cada crujido del metal, cada golpe sordo en la distancia, me ha