La llegada de Maximiliano me había dejado un sabor amargo en la boca luego del dulce del champán. La alegría de la noche se había desvanecido, reemplazada por una punzante ansiedad. Necesitaba salir de allí, necesitaba aire fresco y la familiaridad de mi pequeño apartamento en Nueva York.
—Andrés —dije, tratando de sonar casual pero sintiendo la urgencia en mi voz—, ¿te importaría si nos fuéramos ya? No me siento del todo bien.
Andrés me miró con preocupación, sus ojos escrutando mi rostro.
—Claro, Clara. ¿Que tienes?— preguntó tocandome la frente para comprobar si tenía fiebre—¿Necesitas algo?
—Solo un poco de descanso, gracias. No te preocupes de más.
Elena, todavía radiante por la presencia de su hijo, se acercó a nosotros.
— ¿Ya se van, queridos? ¡Qué lástima! Maximiliano acaba de llegar— le dijo a Andrés— llévala y regresa — le ordenó.
En ese momento, Maximiliano intervino.
— ¿Ya te vas, Clara? ¿Te encuentras bien?
—Sí, Maximiliano —respondí, evitando su mirada—. Solo un poco