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Capítulo 3: Bajo el Mismo Cielo

Isabel despertó con la sensación extraña de que algo estaba a punto de suceder. La luz que se colaba entre las persianas tenía un matiz dorado, como si la mañana quisiera anunciar un giro inesperado. Miró su teléfono. El mensaje seguía allí, en la pantalla, tan críptico como la noche anterior:

“Estás más cerca de lo que crees. No te detengas ahora.”

Se levantó sin prisa. El cabello recién cortado le rozaba los hombros con una ligereza casi ajena. Aún tenía la pulsera guardada en el bolsillo del vestido del día anterior, como un amuleto que no sabía si quería conservar o dejar atrás. Al cruzar el pasillo y mirarse en el espejo, no se reconoció del todo. Era ella… pero también alguien más. Alguien en tránsito.

El teléfono vibró de nuevo. Esta vez, no era un mensaje.

Un número desconocido. Dudó. Pero algo dentro —una mezcla de corazonada y vértigo— la impulsó a contestar.

—¿Isabel? —La voz era grave, casi lejana, como si viniera desde otra vida.

—Sí… ¿quién habla?

—Sabía que te iba a encontrar —dijo el hombre al otro lado, con una calidez que tensaba el aire—. Eres más difícil de seguir de lo que imaginaba.

La pulsera en su bolsillo le apretó de pronto, como si reaccionara al nombre no dicho. Una imagen fugaz cruzó su mente: el olor del fuego, una risa ahogada… y una carta que nunca abrió.

—¿Quién eres? —preguntó ella, el tono firme pero con un temblor contenido.

—Tenemos que vernos. No hay otra forma de que lo entiendas. Estás más cerca de lo que crees, Isabel.

La llamada se cortó antes de que pudiera responder. Solo quedó el silencio.

La isla seguía en calma. Pero algo había cambiado. Ella lo sentía.

Sin pensarlo más, se puso un vestido sencillo, recogió su bolso y salió. No tenía un plan. Solo ese impulso que, a veces, es más claro que cualquier lógica.

Esa tarde, el sol caía despacio sobre el pueblo. Isabel estaba sentada en una terraza frente al mar, con una taza de café entre las manos. El lugar era sencillo, con sillas de mimbre gastadas y macetas colgantes. La vida pasaba a su alrededor con lentitud, pero dentro de ella, algo no dejaba de moverse.

El café sabía fuerte, como si quisiera mantenerla despierta. A lo lejos, las olas rompían sin apuro. Isabel miraba hacia el horizonte cuando una voz familiar rompió el murmullo del lugar.

—Isabel… ¿Eres tú?

Se giró de inmediato. La sorpresa fue tan intensa que apenas pudo disimularla.

—Javier…

Él se acercaba con una sonrisa ladeada, la misma que recordaba de su adolescencia. Habían pasado años, pero la mirada —esa mezcla de nostalgia y pregunta constante— seguía intacta.

—No te vi llegar —dijo ella, todavía procesando su presencia.

—Vine por negocios —respondió, encogiéndose de hombros—. Aunque empiezo a pensar que no fue solo por eso. ¿Qué haces tú aquí? Pensé que ya te habías ido… o que no ibas a volver jamás.

Isabel sonrió con esfuerzo. El reencuentro la había desarmado más de lo que esperaba.

—No lo sé. Quizás vine a recordar. O a olvidarme un poco de todo.

Javier no esperó invitación. Se sentó frente a ella con naturalidad, como si retomar esa cercanía fuera lo más sencillo del mundo.

—¿Te acuerdas cuando decías que algún día volverías a esta isla? —preguntó—. Siempre sonabas tan convencida… y tan lejos a la vez.

Ella bajó la mirada. El mar parecía escuchar la conversación, guardando cada palabra con su oleaje lento.

—Sí —dijo al fin—. Lo recuerdo. Pero no volví por nostalgia. No exactamente.

—¿Entonces por qué?

Isabel tardó en responder. Su silencio no era evasión, sino búsqueda.

—Quizás porque necesitaba sentir que algo seguía igual. Aunque fuera el mar.

Javier la observó un segundo más. Luego, con voz baja:

—O porque estás huyendo de nuevo.

El golpe fue sutil pero certero. Ella no lo esperaba tan directo… pero, viniendo de él, tampoco le sorprendía.

—¿Eso piensas?

—Eso siento.

La incomodidad creció entre ellos, pero no era hostil. Más bien, era como una vieja conversación que quedó inconclusa y por fin encuentra el momento de salir a flote.

—Javier, no sé qué estoy haciendo aquí. No lo tengo claro. Esto… —señaló el entorno con un gesto vago— es una pausa. O un paréntesis. No sé si estoy huyendo o buscando.

—Tal vez sea lo mismo —murmuró él—. Pero no tienes que correr todo el tiempo, Isabel. A veces hay que quedarse quieto para escuchar lo que realmente duele.

Ella lo miró. Y por un instante, se sintió más vista que en los últimos años.

Después de un silencio largo, él se puso de pie.

—No tienes que explicarme nada. Solo… no te pierdas de nuevo, ¿sí?

Javier se alejó, dejando el aroma del café y una vibración en el pecho de Isabel. Lo vio desaparecer entre las callejuelas del pueblo, y volvió a mirar el mar.

Esta vez, algo en ella cedió.

Tal vez —pensó— no había vuelto solo a buscar respuestas. Tal vez había vuelto para dejar de mentirse.

El calor de la tarde había cedido con pereza. Isabel caminaba sin rumbo fijo por las callecitas desordenadas del pueblo, arrastrando sus sandalias sobre la piedra vieja. No tenía prisa por volver a su habitación. La conversación con Javier todavía palpitaba en su pecho, como una herida recién reabierta. El pasado era eso: un mar que siempre encuentra cómo alcanzarte.

Cuando dobló la esquina, la vio.

Sentada en un sillón de mimbre, en un balcón lleno de macetas con albahaca, bugambilias y algo de romero seco, la anciana le sonrió como si la conociera de siempre.

—Buenas tardes —saludó Isabel, sin detenerse del todo.

—Buenas son —respondió la mujer—. Más para quienes se permiten estar en paz.

Luego volvió a sus plantas, cortando algunas hojas con manos lentas, sin apuro.

Isabel vaciló. Dio dos pasos más, pero la voz áspera de la anciana la detuvo.

—Los que llegan solos… casi siempre traen un duelo escondido. Pero a veces se les olvida llorarlo.

Isabel sintió un nudo en la garganta, tan repentino que la hizo bajar la mirada. No dijo nada. Solo asintió, en un gesto leve, casi imperceptible, antes de seguir su camino.

La frase quedó latiendo en su cabeza como un eco. Cuando regresó a su cuarto —una habitación sencilla con paredes encaladas, donde la sal del mar se metía sin permiso por las ventanas—, se dejó caer en la cama sin desvestirse. Cerró los ojos. Pero el silencio no era descanso. Era ruido.

Se sentó. Abrió el buró.

Debajo de un libro de Clarice Lispector y una libreta de apuntes viejos, encontró el sobre. El papel estaba doblado cuatro veces, con el borde algo humedecido, como si el tiempo hubiera querido disolverlo.

No necesitaba leerlo. Sabía lo que decía. Era su verdad más cruda. Su desesperación escrita en una madrugada sin testigos. Palabras dirigidas a alguien que nunca la entendió del todo. Palabras que nunca tuvo el valor de enviar.

Lo sostuvo un rato entre los dedos. Después lo colocó sobre la mesa y encendió una vela. Observó cómo la cera comenzaba a derretirse, como si fuera su propia memoria deshaciéndose, cayendo lento.

La brisa del mar movía las cortinas como un suspiro.

Pensó en Javier. En lo que habían sido. En lo que ya no serían.

Pensó en lo que la anciana dijo.

Y por primera vez en mucho tiempo, pensó también en volver a sentir sin miedo.

Isabel permaneció sentada en la terraza, viendo cómo el cielo comenzaba a teñirse de tonos ámbar y malva. La brisa del mar le acariciaba la piel con la misma suavidad con la que los recuerdos amenazaban con desbordarse.

La carta seguía ahí, intacta, oculta en el bolsillo interno de su bolso, como un secreto que aún no se atrevía a enfrentar. No la había leído. No del todo. Solo la había sostenido entre los dedos, reconociendo la letra, el peso del sobre, el temblor de algo que todavía dolía.

La conversación con Javier había removido viejos cimientos. Quizás no estaba tan lejos de la verdad. Quizás había pasado demasiado tiempo corriendo, buscando una forma de no sentirse rota.

Un grupo de gaviotas cruzó el cielo en dirección contraria al sol. Isabel cerró los ojos. Tal vez no era momento de respuestas, sino de pasos. Uno por uno. Como quien desanda un camino para poder encontrarlo de nuevo.

Se levantó lentamente, con el bolso colgado al hombro y la carta aún resguardada. Cruzó la calle empedrada que separaba la terraza del muelle y, al llegar al borde, se quedó unos minutos contemplando el mar. Entonces, sin pensarlo demasiado, sacó la pulsera del bolsillo de su vestido y la sostuvo contra la luz del atardecer.

Era una señal. No sabía de qué. Pero algo se movía dentro de ella. Algo que la empujaba a seguir.

Mañana —pensó—. Mañana empezaré a buscar respuestas.

Y con esa certeza frágil pero firme, dio media vuelta y desapareció entre las luces cálidas del pueblo, sin saber que alguien la observaba desde lejos. Alguien que también llevaba tiempo esperando ese momento.

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