La noche había caído sobre la isla como una tela pesada. El viento apenas rozaba los postigos, y el silencio era más denso de lo habitual. Isabel había intentado leer, escribir, incluso pensar con orden, pero nada funcionó. Su mente latía como una herida viva, y el colgante —aquel pequeño óvalo opalino— parecía emitir un calor imperceptible desde la mesita de noche.Se acostó sin apagar la luz. Pero el sueño llegó igual, arrastrándola con la misma suavidad de las olas que se retiran para volver con fuerza.**Estaba descalza, con un vestido blanco de lino que se pegaba a su piel húmeda. Llovía, pero no era una lluvia agresiva. Era tibia, como un velo líquido que no mojaba, solo acariciaba.Frente a ella, una casa antigua, de piedra y madera, con las ventanas abiertas y una música apagada saliendo desde el interior. No hab&iacu
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