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Capítulo 4: La Sombra que Espera

La mañana amaneció más fría de lo habitual. Isabel bajó por la calle empedrada con la sensación persistente de estar siendo observada. El mensaje seguía ahí, grabado en su mente: “Estás más cerca de lo que crees.”

Al pasar por la plaza, notó que el buzón frente a la antigua librería tenía algo sobresaliendo. Un sobre sin nombre, de papel grueso y color marfil. Al principio pensó que era una casualidad, pero al acercarse vio su nombre, escrito con tinta negra y una caligrafía que no reconocía.

Miró alrededor. No había nadie. Solo el crujir de las ramas y el murmullo del mar a lo lejos.

Rasgó el sobre y encontró dentro una hoja pequeña, con una única frase:

“Donde las ruinas miran al mar.”

El corazón le dio un salto. Conocía ese lugar. Era una estructura derruida en el acantilado, a las afueras del pueblo, un antiguo fuerte olvidado.

Contra su instinto, caminó hacia allá.

Se detuvo a recoger su chaqueta antes de salir del casco urbano. El camino hacia el antiguo fuerte no era largo, pero sí solitario, flanqueado por arbustos secos y restos de muros que alguna vez contuvieron historias. A cada paso, las piedras sueltas crujían bajo sus sandalias, y el viento que subía desde el mar le azotaba el rostro con sal y presagio. Pasó junto a un olivo torcido y una señal oxidada que alguna vez debió advertir sobre derrumbes.

No se cruzó con nadie. Solo el murmullo de sus propios pensamientos y la idea persistente de que alguien la guiaba. O la empujaba.

El viento se volvió más cortante cuanto más se acercaba a las ruinas. El cielo parecía haberse encapotado de repente. Entre las piedras derruidas, algo brillaba. Isabel se agachó: una piedra lisa, cuidadosamente envuelta en una tela oscura, descansaba entre las ruinas como una ofrenda. Al desenvolverla, sus dedos reconocieron el peso antes de verla: otra pulsera. No una copia. Era como si ambas hubieran sido hechas por la misma mano, en el mismo instante. No estaba allí para asustarla. Estaba esperándola. Como si supiera que vendría

Entonces lo sintió. Una presencia. Un crujido de hojas detrás de ella.

—¿Quién está ahí? —preguntó con la voz temblorosa, pero firme.

Silencio.

Se giró. Nada.

Solo una figura distante, encapuchada, en la cima del camino. Inmóvil. Observándola.

El corazón le latía con fuerza, no solo por el susto, sino por una intuición que no sabía de dónde venía. ¿Era él? ¿Era alguien que conocía? ¿O solo una parte de ella misma que regresaba del olvido?

—¡Espera! —gritó, y sin pensarlo, echó a correr.

La tierra se deslizaba bajo sus pies, y las piedras sueltas le hacían tambalearse. El viento le azotaba la cara, frío, urgente, como si intentara frenarla. Pero algo la empujaba a seguir. No era solo curiosidad. Era necesidad. Como si la verdad —fuera lo que fuera— la estuviera esperando más allá de esa curva.

Recordó una voz de infancia, quizás de un sueño: "No corras hacia lo que no entiendes."

Pero ya era tarde. Cuando llegó al punto más alto, jadeando, lo supo incluso antes de mirar.

No había nadie.

Solo el eco de sus propios pasos... y la certeza de que había sido guiada hasta allí.

En su mano, la pulsera brillaba como si llevara siglos esperando por ella.

El silencio en la cima del sendero era casi antinatural. Isabel permaneció quieta durante unos segundos, tratando de calmar su respiración. La bruma se había espesado ligeramente, como si el mundo hubiera cerrado la puerta detrás de aquella figura. Se abrazó a sí misma. No sabía si tenía frío o si era el miedo abriéndole grietas en la espalda. Dio una vuelta sobre sí misma, como si esperara encontrar una pista olvidada, un hilo suelto, algo tangible. Nada.

Descendió despacio. Cada paso le dolía, no físicamente, sino por esa sensación insoportable de haber estado a punto de entender algo. De haber llegado tarde. Otra vez. Al llegar al punto donde había encontrado la piedra y la tela, se detuvo. La envolvió nuevamente con torpeza y la guardó en su bolso. Apretó los labios.

—¿Qué se supone que debo ver? —murmuró, como si hablara con alguien más, con esa presencia ausente que la había observado.

En el camino de vuelta, sus pensamientos eran una maraña: Theo, el mensaje, la figura… Javier. ¿Y si todo estaba conectado? ¿Y si no era casualidad que todos reaparecieran justo ahora? Cuando divisó las primeras casas del pueblo, ya había tomado una decisión: no diría nada. Aún no. No a Javier. No a Theo. No hasta entender qué era eso que parecía mirarla desde los rincones de cada sombra.

Más tarde esa noche…

El fuego crepitaba en la chimenea del salón de la casa de Javier. Afuera, la bruma se deslizaba por las ventanas como una caricia inquieta. Isabel sostuvo la taza caliente entre las manos, sintiendo que el calor era lo único real en medio del caos de su día.

—¿Te pasó algo hoy? —preguntó Javier desde el sofá opuesto. Tenía el ceño fruncido, la mirada fija en ella.

Isabel dudó. Su instinto le decía que no debía contarle nada… y, sin embargo, allí, bajo esa luz tenue y su voz baja, sintió el impulso de hacerlo.

—Volví al acantilado —dijo al fin—. Encontré… algo. O alguien. No estoy segura.

Javier se inclinó hacia ella, preocupado.

—¿Viste a alguien?

—Una figura. Me dejó esto. —Abrió la palma y le mostró la pulsera. Javier la miró, y durante un segundo, su rostro pareció endurecerse. Pero luego volvió a su expresión neutra.

—¿Te parece familiar? —preguntó ella.

Él negó con lentitud.

—No. Pero no me gusta que vayas sola a esos lugares. No ahora.

—¿Ahora?

Él titubeó, como si se arrepintiera de haber dicho más de la cuenta.

—Solo digo… que hay cosas en este pueblo que es mejor no remover. Cosas que descansan porque nadie se atreve a nombrarlas.

Isabel lo observó. Había en su voz una mezcla de advertencia y preocupación que no sabía cómo interpretar. Por un momento, el silencio se extendió entre ellos, denso como el vapor de la taza que aún humeaba.

—¿Por qué viniste aquí, Isabel? —preguntó Javier de pronto—. ¿En serio fue solo por esa casa?

Ella no respondió de inmediato. Sus ojos se desviaron hacia el fuego, como si buscaran la verdad entre las llamas.

—Porque algo me llamó —susurró—. Y porque hay algo que no puedo recordar, pero que me duele como si lo hubiera perdido hace mucho.

Javier tragó saliva. Se levantó y, sin mirarla, fue hacia la cocina.

Antes de desaparecer del todo, murmuró:

—A veces, lo olvidado duele más que lo que uno carga a la vista.

Isabel se quedó allí, sola con el eco de esas palabras, y con la sensación de que Javier sabía mucho más de lo que decía. Y de que el pasado que no recordaba… también lo implicaba a él.

La lluvia había comenzado a caer con suavidad sobre los tejados de piedra. Javier caminaba por el sendero que rodeaba la casa, las manos en los bolsillos, la cabeza baja. Se detuvo frente a un viejo roble —el mismo que, de niño, usaba como escondite cuando todo dolía demasiado.

El tronco seguía marcado con la pequeña cicatriz que él mismo había tallado: una cruz torcida dentro de un círculo. Un símbolo sin sentido aparente, pero que entonces representaba protección.

Recordaba cómo su madre solía quedarse en la cocina con la radio encendida mientras él se escapaba al bosque. Cómo su padre, ya borroso en su memoria, tenía manos grandes y ásperas, y una mirada que evitaba siempre la suya.

Recordaba, también, las noches sin sueño. Las pesadillas que lo despertaban empapado en sudor. Y la voz. Aquella voz que, aunque él quisiera creer que era solo parte de su imaginación infantil, aún lo visitaba de vez en cuando. Un murmullo suave, como el canto de alguien que le hablaba desde detrás de los árboles. Siempre desde lejos. Siempre justo fuera de su alcance.

Volvió a casa en silencio. Entró en el pequeño estudio que rara vez usaba. Sacó de un cajón una caja metálica, oxidada en las esquinas. La abrió con cuidado.

Dentro había una foto vieja, de bordes quemados. En ella, un niño —él mismo, con no más de seis años— sostenía la mano de una mujer de cabello oscuro, vestida con un abrigo largo. No se le veía el rostro. Nunca lo había logrado recordar del todo. La imagen había sido cortada.

Junto a la foto, una pluma negra. Larga, perfecta. Inexplicablemente intacta, a pesar del tiempo.

Javier la sostuvo entre los dedos. La acarició como quien toca un recuerdo prohibido.

—No puedes volver —susurró para sí mismo—. No puedes hacerlo otra vez.

Y sin embargo, la sensación persistía: de que el ciclo no había terminado. De que algo lo estaba arrastrando de nuevo hacia aquello que había intentado sepultar por años.

Y que Isabel... tal vez no era ajena a todo eso.

Isabel no recordaba haberse quedado dormida, pero cuando abrió los ojos se encontró de pie, descalza, sobre un suelo cubierto de hojas secas. La bruma flotaba baja entre los árboles, y el cielo parecía de un gris verdoso imposible.

No era un lugar que reconociera con la lógica, pero algo en su cuerpo sí lo recordaba: un peso antiguo en el pecho, como si ya hubiera caminado entre esos árboles. Como si ya hubiese temido lo que se escondía detrás de ellos.

Avanzó, guiada por un sonido que no podía identificar del todo: una melodía arrastrada por el viento, compuesta de susurros y chasquidos. No parecía peligrosa. Parecía... dolida.

Entonces lo vio.

Un niño, de espaldas, sentado al pie de un árbol gigantesco. Tenía una pluma negra en la mano. La giraba con los dedos, una y otra vez, como si intentara recordar por qué la tenía.

Isabel se acercó, pero sus pasos no producían sonido. Era como si flotara. Como si no existiera del todo en ese plano.

El niño habló sin voltear:

—Ella cantaba esa canción cuando yo lloraba. ¿La escuchas?

Isabel tragó saliva. La melodía seguía, ahora más clara: una voz de mujer, lejana, dulce, pero teñida de tristeza. No podía identificar la letra, pero sí el sentimiento: pérdida. Nostalgia. Culpa.

—¿Quién era ella? —preguntó Isabel, sorprendida de poder hablar.

—La que me dejó aquí —respondió el niño. Su tono era neutro, pero en sus palabras había un eco de abandono.

Isabel se agachó. Quiso tocar su hombro, pero su mano lo atravesó como niebla. Cerró los ojos, mareada.

Y entonces lo vio distinto: más grande, más cercano a un joven de rostro afilado y mirada intensa. Tenía los mismos ojos que Javier.

Despertó sobresaltada, con el nombre en los labios:

—Javier...

El cuarto estaba en penumbras. La lámpara del buró seguía encendida. Afuera, la lluvia golpeaba con más fuerza.

Se sentó en la cama, jadeando, aún con la imagen de la pluma en la mente.

Fue entonces cuando reparó en un detalle imposible: junto a la puerta, sobre el suelo de madera, yacía una pluma negra.

Igual a la del sueño.

Isabel se levantó de la cama, el sudor frío deslizándose por su espalda. El sueño, o lo que había sido, seguía palpitando en su mente, como un tambor lejano cuyo eco no terminaba de desvanecerse. La pluma negra, la voz del niño... y, sobre todo, esa presencia que no podía ubicar, pero que la había dejado con un nudo en la garganta.

Con un suspiro, se dirigió al baño, buscando algo que la anclara al presente. El sonido del agua cayendo sobre la piel no disipó la pesadez en su pecho. Miró su reflejo en el espejo. Sus ojos, aún algo opacos, mostraban la batalla interna que intentaba no librar. Las preguntas seguían ahí, agazapadas, pero las ignoraba con firmeza.

No es real, se repitió a sí misma. Solo un sueño.

Sin embargo, el recuerdo persistía, deslizándose por su mente en momentos inesperados. Mientras se vestía, mientras tomaba su café, mientras caminaba por la isla, buscando un poco de normalidad, de algo que la conectara con su realidad.

El sonido de las olas, tan constantes, la acompañaba, y por un momento pensó que era lo único que realmente tenía sentido. Se obligó a pensar en el mar, en la luz dorada que comenzaba a aparecer en el horizonte. Todo parecía en su lugar. Nada tenía que cambiar. No hoy.

La lluvia de la madrugada parecía haberse disuelto en una mañana fresca y despejada. Isabel se acomodó la bufanda, sus manos algo temblorosas, pero se dijo a sí misma que eso no era importante. No más preguntas. No más recuerdos.

Poco después, llegó a la terraza del pequeño bar donde había estado la noche anterior. El lugar era tranquilo, acogedor, sin presiones, como a ella le gustaba. Había venido aquí para desconectarse. Y no pensaba permitir que nada ni nadie alterara eso.

Se sentó en una mesa, mirando al mar, tomando un sorbo de su café. Cerró los ojos y respiró hondo, tratando de centrarse. Todo estaba bien. Nada fuera de lugar.

—¿Puedo acompañarte? —la voz de Javier, de nuevo, la sorprendió.

Isabel levantó la mirada, sus ojos algo inquietos. Allí estaba, de pie, frente a ella, con su camiseta gris, sus manos metidas en los bolsillos de su chaqueta. Una vez más, su presencia parecía llenar el espacio con una intensidad que la desconcertaba.

—Claro... —respondió ella, con una sonrisa forzada, tratando de ocultar la inquietud que aún sentía.

Javier se sentó sin esperar más, observándola con una curiosidad que no sabía cómo descifrar. Parecía tan tranquilo, tan en paz con la situación, como si no hubiera ninguna historia subyacente entre ellos.

—Pensé que podríamos hablar —dijo él, tomando su café.

Isabel se mordió el labio, buscando una respuesta que no fuera demasiado evasiva, pero lo cierto era que la última cosa que quería en ese momento era profundizar en la conversación que había comenzado la noche anterior.

—Lo siento, no creo que ahora sea el mejor momento para... —empezó, pero Javier la interrumpió.

—¿Sabes? A veces creemos que tenemos todo bajo control, pero luego algo nos mueve. Como si el mar, la lluvia o hasta los recuerdos pudieran ponernos en nuestro lugar. Quizás la pregunta no sea qué estamos buscando, sino por qué seguimos huyendo.

Isabel lo miró fijamente. ¿Por qué ese hombre parecía siempre acertar, aunque sus palabras no fueran del todo claras? El nudo en su estómago se apretó, y, por un instante, todo el misterio que había intentado evitar volvió a tomar fuerza. Pero ella lo desechó al instante. No, no hoy.

—Es sólo que... no estoy lista para hablar de eso ahora —dijo Isabel, con una suavidad que no estaba acostumbrada a usar. Algo en su interior, sin embargo, le decía que Javier estaba al tanto de su lucha interna.

Él la miró durante un largo momento, como si evaluara sus palabras, y luego asintió lentamente.

—Lo entiendo. No te preocupes, Isabel. A veces, las respuestas llegan cuando menos lo esperamos. Y, tal vez, no es tan importante tenerlas hoy.

Isabel intentó relajarse, pero dentro de ella, algo permaneció tenso, como si el mar, la lluvia y los recuerdos no la dejaran en paz.

Javier se levantó después de un rato, dejando en la mesa un leve suspiro.

—Si decides hablar, ya sabes dónde encontrarme —dijo, antes de volverse y caminar hacia la puerta del bar.

Isabel lo observó irse, con el peso de su presencia aún flotando en el aire. La brisa que entraba desde la playa parecía empujarla a algo que no quería enfrentar. Algo que aún no estaba dispuesta a tocar.

Pero el mar seguía allí. Y las palabras de Javier, como el eco de las olas, seguían resonando.

Isabel pasó la tarde caminando sin rumbo fijo por la isla, entre la niebla que aún persistía en el aire. La mente no dejaba de regresar a los recuerdos, aunque se empeñaba en empujarlos. No es el momento, se decía una y otra vez, mientras la brisa acariciaba su rostro, con un toque tan fresco que parecía robarle las últimas capas de ansiedad.

Esa noche, mientras se duchaba, Isabel notó que el agua no lograba arrancarle la sensación pegajosa del día. Había algo más adherido a su piel: la mirada de la figura en la cima del sendero, la segunda pulsera, la piedra envuelta con cuidado… como si todo estuviera orquestado para provocar una reacción específica en ella. Pero ¿cuál?

Se sentó en la terraza de la pensión con una copa de vino entre las manos. Quería pensar, pero el pensamiento era un cuarto oscuro con una vela débil.

Cerró los ojos. Y entonces lo sintió. No una presencia física, sino la vibración de algo que venía hacia ella. Como cuando se avecina una tormenta y los animales lo saben antes que el cielo.

Abrió los ojos.

Y allí estaba Theo, apoyado en una de las columnas de madera del porche del bar, observándola

—Isabel —dijo Theo, su voz baja, pero llena de una carga silenciosa que lo hacía inconfundible.

Isabel se detuvo en seco, sintiendo una mezcla extraña de incomodidad y curiosidad. Aún no sabía por qué su presencia la afectaba tanto, pero lo hacía. Algo en la forma en que siempre parecía saber cuándo estaba cerca, cómo sus ojos la seguían sin esfuerzo, le hacía sentir que estaba en una constante cuerda floja entre el deseo y el miedo.

—No te vi llegar —comentó, intentando sonar indiferente, mientras sus ojos analizaban, sin quererlo, los contornos de su figura.

Theo se acercó un paso más, y la cercanía de su presencia pareció envolverla como una corriente eléctrica. La temperatura había subido ligeramente, y el ambiente a su alrededor se sentía diferente, más cargado. Isabel trató de disimular su incomodidad, pero el perfume de Theo, esa mezcla irresistible de madera y especias, hacía que su respiración se acelerara ligeramente.

—A veces es mejor aparecer sin hacer ruido —respondió él, su tono más grave de lo normal. Sus ojos oscuros brillaban con una mezcla de misterio y algo más.

Isabel no pudo evitar notar cómo sus miradas se encontraban, como si el aire entre ellos se cargara de electricidad. La distancia que había entre ellos parecía no ser suficiente, aunque apenas estuvieran separados por unos metros.

Él dio un paso más hacia ella. El movimiento fue tan natural, tan lento, que Isabel se encontró atrapada entre la tentación de retroceder y la inevitabilidad de lo que podría suceder. No podía evitar la atracción que sentía por él, esa mezcla de inquietud y fascinación.

—No te preocupes —dijo Theo, con una sonrisa ligera pero sugerente, como si leyera sus pensamientos. —No estoy aquí para hacerte sentir incómoda. Solo quería... verte. Hablar un momento.

Isabel tragó saliva, la voz atrapada en su garganta. ¿Hablar? ¿De qué? Pero la palabra "hablar" parecía tan vacía en ese momento, como si fuera solo una excusa para mantenerse cerca.

No podía apartar la mirada de sus labios, esos labios que parecían tan cercanos y tan prometedores. El calor entre ellos aumentó, y fue entonces cuando se dio cuenta de lo cerca que estaban, de lo poco que faltaba para que él la tomara por la cintura, para que el espacio entre ellos desapareciera por completo.

Theo la observó en silencio durante unos segundos, como si estuviera decidiendo si dar ese paso o no. Isabel sintió su corazón golpear con fuerza en el pecho, el deseo en ella creciendo en cada segundo.

Y, entonces, como si la atracción hubiera roto cualquier resistencia, Theo dio un paso más, dejando sus dedos roces suavemente sobre la piel de su brazo, haciendo que un escalofrío recorriera su cuerpo.

—Isabel... —susurró, su voz más suave ahora, acercándose lo suficiente para que la piel de su rostro casi se rozara. —¿Realmente no sientes nada?

Isabel cerró los ojos por un momento, luchando contra lo que quería, contra lo que sabía que debía hacer. Pero cuando los abrió de nuevo, sus labios se separaron en una sonrisa vacilante.

—No es el momento, Theo —respondió, con voz entrecortada, aunque sus ojos brillaban con una mezcla de deseo y duda. —Tengo que... pensar.

Theo se quedó quieto frente a ella, observándola con una expresión de comprensión silenciosa, pero la tensión entre ellos seguía palpable. Él dio un paso atrás, como si la decisión de ella no lo sorprendiera, pero sus ojos seguían fijos en los de Isabel.

—Lo que quieras, Isabel. Lo que quieras —dijo, casi en un murmullo, antes de girarse y alejarse sin prisa, dejándola con una sensación de vacío y, al mismo tiempo, de anticipación.

Isabel se quedó allí, mirando su figura desvanecerse en la distancia, como si todo lo que acababa de ocurrir fuera solo un sueño más, algo que no estaba dispuesta a enfrentar. El viento acarició su rostro, pero no logró despejar la maraña de emociones que seguía en su interior.

Se apoyó contra la barandilla del porche, mirando el horizonte, sin saber exactamente qué hacer con lo que acababa de suceder.

El día comenzaba a apagarse lentamente, y ella, una vez más, se encontraba atrapada en la misma disyuntiva: huir de lo que sentía, o abrazar lo que estaba sucediendo, aunque todo parecía una tormenta a punto de estallar.

A la mañana siguiente, Isabel despertó con la sensación de que algo dentro de ella había cambiado. La cercanía de Theo, su toque, su presencia... todo parecía haberla marcado de manera indeleble. Y aunque intentó ignorarlo, el eco de su voz seguía resonando en su mente.

Decidió salir al bosque por la tarde, como una forma de despejar su mente. Sin embargo, algo en el aire, algo que no podía identificar, la hizo sentir que no estaba sola. De nuevo, el pasado parecía acecharla, y el destino, tal vez, la estaba empujando hacia algo que no podía evitar.

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