5:14 a.m.
Veinte días después de su llegada a la isla.
Afuera, el cielo era una promesa enrojecida.
Dentro, el silencio tenía forma de aliento contenido.
Isabel encendió la lámpara pequeña del escritorio, no por necesidad, sino por ternura.
Quería que la luz viniera de cerca. Que no la deslumbrara, sino que la acompañara.
El papel en blanco la esperaba con una paciencia antigua.
La pluma, temblorosa en sus dedos, tardó en soltar la tinta, como si ella misma necesitara que Isabel estuviera segura antes de comenzar.
Suspiró.
Apoyó la mano.
Y comenzó a escribir.
Sin máscara.
Sin miedo.
Solo con piel.
Carta a mí misma
Isabel,
Han pasado veinte días desde que llegaste. Veinte días y dos vidas. Tal vez más.
Escribo porque ya no necesito que me lean. Escribo para no olvidarme. Para recordarme como soy cuando nadie me traduce, cuando nadie me espera de una forma concreta.
He sido tantas cosas que no eran yo: espejo, refugio, enigma, lugar de paso, cuerpo deseado, cuerpo negado. Ahora me descu