El cielo tenía ese color imposible entre la noche y el fuego.
Isabel cruzó el vestíbulo del hotel con pasos lentos, pero seguros.
En su bolso, la cinta pesaba más de lo que debería, como si su contenido tuviera densidad propia.
El plástico templado estaba tibio por el contacto con su cuerpo, y cada vez que su mano rozaba el borde metálico de la carcasa, sentía un leve cosquilleo.
No era solo un objeto. Era una frontera.
Entre la ignorancia y la decisión.
El salón principal estaba casi vacío, las cortinas pesadas y descoloridas cerradas a la luz del amanecer, como párpados cansados que se resistían a despertar. Un silencio denso se había instalado en el aire, un silencio que parecía palpable, casi sólido, como si las palabras no dichas tuvieran peso propio. En el aire flotaba un ligero olor a rancio, una mezcla de polvo antiguo y flores marchitas de algún evento pasado, un recordatorio sutil de que el tiempo seguía su curso, incluso en este espacio detenido.
Theo de pie, junto a la ven