El tren avanzaba entre campos silenciosos.
Isabel iba sentada junto a la ventana, el cuaderno abierto en su regazo y los dedos envueltos en el lazo del pañuelo azul. El movimiento suave del vagón, el sonido rítmico de los rieles, y la luz gris del amanecer componían una calma que no era paz, sino claridad.
No necesitaba mapas. Solo seguir las imágenes que se habían grabado en ella la noche anterior: el portón, la maleza, los ladrillos desgastados. El lugar no tenía nombre en su memoria, pero lo reconocería. Su cuerpo lo haría.
Cuando descendió en la pequeña estación, el aire era más frío que en el pueblo costero. Olía a metal húmedo, a eucalipto y a algo viejo: no exactamente moho, sino tiempo. Tiempo acumulado. El tipo de tiempo que se pega a las paredes de los edificios vacíos.
Caminó por un sendero sin señalizar, bordeado por árboles bajos y hierba crecida. A lo lejos, vio la silueta que había imaginado tantas veces: un edificio rectangular, con ventanas rotas y una fachada que alg