El silencio denso de la madrugada fue lo primero.
Luego, un imperceptible hormigueo bajo la piel, un despertar que venía de dentro, mucho antes de que la pálida luz del amanecer se asomara por la ventana.
No fue la hora.
Fue la piel.
Se incorporó lentamente, sintiendo cómo una urgencia antigua, que no conocía de razones ni de miedos, la impulsaba desde el centro mismo de su ser.
Era un llamado primario, una necesidad inscrita en su carne, como si algo que había estado dormido por generaciones por fin alzara la voz.
Se vistió con lo mínimo: prendas suaves y gastadas, que apenas ofrecían una barrera entre su piel y el mundo, como si quisiera sentir cada matiz del aire, cada roce del universo al contacto con su cuerpo vivo.
No pensó. No racionalizó. Solo fue.
Bajó por el sendero de grava con los pies descalzos, el leve crujido de las piedras bajo sus plantas marcaba un ritmo silencioso, acompañando su respiración cada vez más consciente, más honda.
El mar se abría ante ella como una exte