La nota aún ardía en sus dedos cuando Isabel regresó al sendero.
No la guardó en el cuaderno, ni la dobló con cuidado como hizo con la carta de la otra Isabel. Esta hoja no merecía ternura. La mantuvo abierta, como una herida que no había terminado de cerrarse. La tinta parecía reciente. No olía a humedad. No tenía bordes secos. Era presente.
Bajó la colina sin mirar atrás. Ya no quería encontrar respuestas en ruinas. Quería entender quién estaba vivo en esa historia. Y por qué la observaban.
El aire se volvió más denso a medida que se acercaba a la estación.
El cielo, antes claro, estaba cubriéndose de nubes bajas, grises.
La brisa que antes la acariciaba ahora parecía empujarla.
En la pequeña plaza de la estación, el banco de piedra estaba vacío.
Una farola parpadeaba con insistencia.
Y al otro lado de la calle, frente a una tienda cerrada, un hombre de abrigo gris la miraba.
No se escondía.
No disimulaba.
Isabel lo miró de frente.
El hombre no se movió. Solo inclinó levemente la ca