La luz entró primero por sus párpados, rosada y cálida como una caricia. Isabel no supo si era el sol o el recuerdo de unos dedos que la habían tocado en sueños. No había ruido, solo el zumbido de las cigarras afuera, persistente como un mantra. Se estiró en la cama con lentitud, como si despertarse fuera un ritual antiguo.
El cuarto olía a lino limpio, a lavanda seca y a pan recién horneado. Bajó los pies al suelo y sintió el frescor de las baldosas. Sus pasos la guiaron hacia la pequeña terraza. La isla parecía suspendida en un instante sin tiempo: una barca flotaba quieta frente a la costa, las bugambilias trepaban por los muros, y el mar respiraba.
Tomó su celular. Un mensaje sin abrir: “¿Estás bien?”. Sin nombre. Sin insistencia. Solo esas dos palabras. Lo borró sin leerlo dos veces.
Recordó, sin quererlo, el sonido de un piano desafinado en una sala de ensayo. Una nota sostenida más de lo debido. Las risas detrás del telón. Y una voz que alguna vez le dijo que ella era fuego disfrazado de carne. Cerró los ojos con fuerza. El pasado no debería saber llegar tan lejos.
Bajó al pueblo por un camino bordeado de tomillo. Una mujer mayor, sentada frente a su casa, le sonrió sin dientes.
—Eres la nueva, ¿verdad? —dijo—. Tienes la espalda de quien ha llevado música encima.
Isabel se detuvo un instante, sorprendida.
—¿Eso es bueno?
—Eso es hermoso —respondió la mujer, y volvió a tejer sin más.
En el puerto, Theo la esperaba con una bolsa de frutas y una sonrisa que parecía ensayada con el sol. Estaba apoyado contra una baranda de madera envejecida, con los cordones desatados y el mismo cuaderno de t***s negras bajo el brazo.
—Llegas puntual —dijo ella, sorprendida.
—Me gusta llegar antes. Así tengo tiempo de imaginar si vas a venir o no —respondió, alzando apenas una ceja.
Isabel bajó la mirada. La tensión de la noche anterior seguía adherida a su piel, como una capa invisible. Pero había algo más en Theo. Algo que le pesaba en el pecho, como una canción que empieza a conocerse antes de escuchar la primera nota.
—¿Qué traes ahí? ¿Provisiones por si decidía no venir?
—Frutas. Algunas dulces, otras peligrosamente maduras. Como las decisiones que se toman en un verano que parece eterno.
—¿Y tú? ¿Eres de los que decide sin pensar? —preguntó ella, con tono ligero, pero no superficial.
Theo la miró con detenimiento. Por un instante, pareció que quería responder otra cosa.
—Yo escucho antes de decidir. Como ahora. Estoy escuchando si estás aquí de verdad… o solo en cuerpo.
Ella parpadeó. No esperaba esa respuesta.
Caminaron sin prisa por la orilla, entre el ruido perezoso de las olas y el canto desgastado de una radio lejana. Él sacó una breva morada, brillante, y se la ofreció sin palabras. Isabel la aceptó y mordió sin preguntar. El jugo tibio le manchó los dedos, resbalando por la muñeca como si la fruta sangrara por dentro.
—No es común encontrar brevas tan maduras en esta época —dijo ella, chupándose el pulgar con gesto distraído.
—A veces, las cosas llegan antes de tiempo. O tarde. Pero igual llegan —dijo él, con un tono que no buscaba enseñar nada.
Theo no la miraba con prisa. La miraba como si el silencio fuera parte de la conversación. Como si escuchar también fuera un acto de presencia.
—¿Qué ves cuando me miras así? —preguntó ella, sin detenerse.
—¿Qué ves cuando me miras así? —preguntó Isabel.
Theo se tomó su tiempo.
—A alguien que intenta no sentir. Y que no sabe cuánto cansa eso.
Ella se detuvo. El mar rugió suave, como un testigo. Theo caminó unos pasos más. No la empujó. Solo esperó.
Cuando ella lo alcanzó, él le ofreció una mandarina. Isabel la recibió, pero no la peló.
Theo la miraba con esa calma que desarma, esa manera de no invadir y, al mismo tiempo, estar completamente presente. Como si supiera que ella no estaba huyendo de él, sino de algo mucho más antiguo.
—Las frutas —dijo él, levantando una guayaba entre los dedos— me recuerdan a las personas. Algunas se muestran suaves por fuera, pero por dentro están llenas de filo. Otras parecen firmes, pero basta apretarlas un poco para que se deshagan.
Isabel lo miró de reojo, mientras seguía pelando la mandarina con torpeza.
—¿Y yo cuál soy? —preguntó, sin darse cuenta de que había dejado caer un gajo al suelo.
Theo se agachó, lo recogió, y lo lanzó al mar sin mirar.
—Tú pareces querer estar verde todavía. Pero ya estás en ese punto justo antes de estallar de dulzura.
Ella se quedó en silencio. No sabía si él hablaba en serio o sólo jugaba con palabras, pero algo en esa afirmación le picó como una sal sobre herida fresca.
—No sé si quiero ser dulce —respondió, más para sí misma que para él.
—Lo sé —dijo él, mirándola por primera vez de frente, con esa intensidad serena que no empuja, pero tampoco se retira—. Es más fácil ser dura. A las frutas dulces se las comen primero.
El viento levantó una brisa tibia que olía a sal y madera mojada. Isabel pensó en todas las veces que había querido sentirse a salvo y había confundido eso con no sentir nada. Pensó en cuántas veces se había convertido en una mujer sin preguntas, sin deseo, sin cuerpo.
Y de pronto, ahí estaba Theo. No como un salvador, ni como un amante. No todavía. Sino como un espejo. Un testigo. Alguien que no le pedía explicaciones ni promesas. Solo presencia.
Theo no era un turista. Era una pausa. Un espacio donde tal vez, solo tal vez, ella pudiera quitarse el disfraz de mujer invulnerable.
Y por primera vez en semanas, Isabel se llevó un gajo de mandarina a la boca y lo saboreó completo. Dulce. Ácido. Vivo.
Caminaron un rato más por el malecón, sin prisa. El sol comenzaba a caer, dorando el agua y tiñendo el cielo de un rosa cansado. A lo lejos, el silbido de un barco rompía el silencio entre ellos.
—¿Siempre recoges a desconocidas con frutas? —preguntó ella con media sonrisa, intentando no sonar agradecida.
Theo rió por lo bajo. Tenía una risa seca, con ecos de hombre que ha vivido en silencio mucho tiempo.
—Solo cuando parecen no haber comido en días. O en años.
Ella lo miró, queriendo decir algo más, algo que explicara lo que ni ella misma entendía. Pero lo único que se le ocurrió fue asentir. Como si con eso bastara.
Llegaron a una esquina donde las calles comenzaban a volverse más estrechas, menos turísticas, más reales. Isabel reconoció que ese era el punto donde debía volver. El lugar donde las decisiones pequeñas se convierten en escudos.
—Yo doblo aquí —dijo, señalando con la barbilla hacia una calle lateral.
Theo no la retuvo. Tampoco le ofreció acompañarla. Solo se detuvo, con las manos aún ocupadas con las últimas frutas de la bolsa.
—Entonces... hasta luego —dijo, con una voz que no preguntaba si habría un luego, pero tampoco lo descartaba.
Isabel sintió el impulso de decir algo más. Darle su nombre completo, inventarse una excusa para verlo otra vez. Pero no lo hizo. No era el momento. Ni el hombre. Ni la versión de ella que aún caminaba a medias por dentro.
—Gracias por la fruta —murmuró, y antes de girar, le sostuvo la mirada un segundo más de lo necesario.
Theo no sonrió. Solo inclinó un poco la cabeza, como si aceptara el peso de ese gesto, de ese casi.
Ella se dio la vuelta. Caminó sin mirar atrás.
Pero mientras lo hacía, supo que él se había quedado ahí unos minutos más, con la bolsa en la mano y la paciencia de quien entiende que hay personas que primero necesitan aprender a regresar solas.
Caminó hasta la orilla. Se quitó las sandalias, dejó que el agua le lamiera los tobillos y cerró los ojos. El mar estaba tibio, denso como un abrazo. Allí, entre la espuma y la arena, encontró algo inesperado: una pequeña pulsera rota, hecha de cuentas azules. La tomó con cuidado, como si fuera un hallazgo arqueológico. Tenía arena adherida en los hilos, como si hubiera dormido siglos bajo las olas.
La guardó en el bolsillo del vestido sin pensar demasiado. No sabía por qué lo hacía, pero algo en ese gesto se sentía necesario. Tal vez era por Theo, por esa breva dulce, por la forma en que no intentó salvarla ni interrogarla. O quizás era por ella misma, por la mujer que empezaba a vislumbrarse apenas al borde de su propia historia.
Más tarde, frente al espejo empañado del baño, se miró largo rato. El cabello le caía sin forma, como si también hubiese olvidado su razón de ser. Buscó unas tijeras en el cajón de la cocina. Las llevó con ella al baño. No dudó. Tomó un mechón grueso, justo por encima del hombro, y lo cortó. El sonido metálico fue breve, seco. Dejó que el cabello cayera en el lavabo. Repitió el gesto dos veces más, con precisión. No era un cambio radical, pero sí una ruptura. Una señal. Como si aligerarse físicamente pudiera ayudarle a encontrar una línea de fuga emocional.
Al salir, el cielo ya estaba manchado de rosa y el mar murmuraba en otro idioma. Isabel volvió a la terraza, aún con las tijeras en la mano. El viento le revolvió los cabellos recién cortados y, por un momento, le pareció que respiraba un aire nuevo.
Una brisa salada le rozó el rostro, y al meter las manos en los bolsillos, sintió de nuevo la pulsera. La apretó, suave. No era un amuleto. Ni una promesa. Solo un recuerdo. Pero a veces, eso bastaba.
Volvió al interior con pasos lentos. Encendió la lámpara de la sala y revisó su teléfono por inercia. Tres mensajes sin abrir. Dos eran de su madre: uno con una foto antigua, otro preguntando si estaba bien. El tercero venía de un número desconocido. Solo decía:
Isabel no supo si sonreír o asustarse. El mensaje parecía responderle desde adentro, como si alguien conociera lo que había sentido al mirar a Theo.
Apagó el teléfono. Salió a la terraza. Y respiró hondo, como si acabara de elegir quedarse un día más.
Y por primera vez, pensó que tal vez había algo aquí… que sí quería recordar.